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Relatos de verano

El Destino Del Narrador (II)

LA duda residía entre concederle el premio al narrador -por La demencia del diablo- o a un panadero de la localidad, ya jubilado, que había novelado su propia vida en algo monótono y absurdo titulado La harina de mis noches. Un soliloquio sin pies ni cabeza, tan aburrido como pueril. Por suerte para el narrador el alcalde del pueblo, y presidente del jurado, don Anastasio -olvidemos el apellido-, había ganado las últimas elecciones municipales en directa y dura competencia con el escritor/panadero. Le dieron el premio al narrador.

Radiante de alegría, feliz al cubo, les contó el narrador a todos sus amigos, familiares y conocidos que había ganado el premio entre más de cuatrocientas obras, cero más o menos tampoco es tan importante, que se lo habían dado por unanimidad, y que en el jurado estaba "Eslava Galán, que es el tío que más sabe de novela histórica en este país, y puede que en el mundo mundial". Lo mismo les contó el narrador a los del periódico local, y su fotografía -junto a una escueta reseña- apareció el día siguiente -sección sociedad-, como dulce alimento con el que saciar su vanidad. En verano lo contrataron como becario en el periódico local y hasta hoy.

-Estás muy apropiado- le dijo su abuela al ver la fotografía en el diario.

-Pero encoge la tripa la próxima vez -le dijo su madre.

-Tienes planta de poeta -le dijo un vecino.

A pesar del rechazo que le provoca en la actualidad, el narrador le debe todo lo que es y todo lo que ha sido a La demencia del diablo y al premio ganado. Desde entonces, sueña con repetir la hazaña, y que lo llamen por teléfono, y que lo feliciten -familiares y amigos- y aparecer de nuevo retratado en el diario. Daría lo que fuera por revivir esas experiencias. Y también, todavía más, por escribir a la velocidad, con la facilidad, que lo hizo durante esos dieciocho días. Dieciocho días que variaron su vida, y que no se han vuelto a repetir.

A menudo, cada vez que a la redacción del periódico llega un teletipo en el que se anuncia el fallo de un premio o la relación de finalistas, el narrador siente -padece- un pellizco en las entrañas, e imagina su nombre en lugar de los que aparecen. Entonces, busca en un cajón el único ejemplar que conserva de La demencia del diablo y, durante unos segundos, ya no le parece una novela tan espantosa.

Después, encendía un cigarrillo y trataba de calcular toda la ceniza que ha producido a lo largo de su vida literaria.

Pasaron los años, más de los deseados, y La demencia del diablo seguía siendo la única novela publicada y escrita por el narrador. La chispa encendió una mecha demasiada corta, ardió muy rápidamente.

Primero justificó el narrador la extensa y estéril temporada creativa considerándola como una "etapa normal en la trayectoria de cualquier escritor". Pasaron los años: dos, puede que tres. Aún así, todas las tardes, como un oficinista de su propio fracaso, a las cuatro en punto -antes de ir al periódico-, el narrador se plantaba ante la blanca pantalla del ordenador y durante dos renglones creía -soñaba- que su cabeza había gestado una nueva historia, una nueva idea.

Añoraba constantemente el narrador aquella época, lejana, eléctrica y vibrante, en la que escribió -en un cuaderno con las pastas de plástico- su primera y única novela -La demencia del diablo-. El recuerdo que conserva es maravilloso, reconfortante, y trata por todos los medios que vuelva a ser presente cada día -a las cuatro en punto de la tarde.

-Una idea, sólo necesito una idea.

Después, el narrador achacó su estéril -y alarmante- temporada creativa al tabaco -a su ausencia-. El narrador dejó de fumar un viernes por la noche, después de que sus hijos se acostaran, mientras se tomaba un copita de güisqui, en compañía de su esposa, y de su suegra -que aprovechó la ocasión para tomarse otra copita de güisqui-. Mientras aplastaba la colilla contra el cenicero sintió el narrador un profundo dolor en la parte baja del estómago, tal vez anticipo de otros dolores.

Apenas treinta y seis horas después de que dejara de fumar, el domingo a media tarde, el narrador quedó consternado por la petición que su esposa le formuló:

-Por favor, vuelve a fumar.

-¿Qué dices, por qué?- no podía creer lo que escuchaba un hipertenso narrador.

-¿Cómo decírtelo? Porque no hay dios que te aguante- dijo ella, con lastimosa sinceridad.

-Di que sí- asintió la suegra, detrás; entrecruzaba las agujas en el punto de cruz.

La verdad es que cuando el narrador decidió dejar de fumar se encontraba perfectamente, sólo unos cuantos tosidos cada mañana testimoniaban la presencia de la nicotina en su cuerpo. En realidad, el narrador no dejó de fumar porque se encontrara mal, lo hizo por ganar una especie de apuesta a su suegra.

-Qué alegría me darías si dejaras de fumar- le dijo una mañana su esposa.

-Éste no es capaz- dijo la suegra, que aunque no tiene que hacer nada durante todo el día gusta de levantarse a la misma hora que su yerno.

-¿Qué yo no soy capaz?- preguntó el narrador contrariado.

-Me apuesto lo que quieras- apostilló la suegra.

-Que poco valor le da usted al dinero- quiso mostrarse seguro, y algo chulesco, el narrador.

-Di tú la cantidad.

El narrador, más por contradecir a su suegra que por convicción propia, apagó su último cigarrillo un viernes por la noche y se predispuso a pasar el calvario que supone vivir sin tabaco. Para ello se aprovisionó de chicles especiales, de seis kilos de frutos secos -pipas y pistachos sobre todo-, de los parches que anuncian en televisión a todas horas y hasta de agujas de acupuntura -aunque en las instrucciones no indicaran muy correctamente los lugares donde debía clavar las largas y afiladas agujas.

El sábado, el narrador aún conservaba en el organismo restos de nicotina y lo superó sin grandes problemas, pero el domingo, poco antes del almuerzo, el narrador ya se había transformado en otra persona, agresiva y pendenciera.

-Niño, métete el baloncito…

-¡Venga ya la niña de los…!

-Que no, que no, que te he dicho que no y no sé cómo te lo tengo que decir…

-¡Y qué manía con lo de que me pasa algo, que no me pasa absolutamente nada, nada de nada!

Tras cincuenta y tres -o puede que fueran cincuenta y cinco- contestaciones como las reproducidas anteriormente -que no dejan de ser unos simples ejemplos-, le pidió su esposa, con gesto lastimero, que volviera a fumar. El que su suegra insistiera en mostrarlo -una vez más- como un individuo débil propició que el narrador prosiguiera con su aventura desintoxicadora.

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