Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Doble nostalgia de una madre

LA vida está llena de casualidades. Entre que la película era malísima, "tiene que ser española", decía mi compañera de asiento antes de que apareciera Álex de la Iglesia como figurante, y que faltaba poco tiempo para ir a tomar una cerveza, dejamos nuestras respectivas lecturas y nos pusimos a hablar en el tramo final del AVE. Como los autores de los libros que leíamos forman parte del sector más joven de la Academia de la Lengua, más de una vez habrán compartido charla, incluso mantel o pasaje de avión Arturo Pérez-Reverte y Antonio Muñoz Molina. Ella se llama Carolina y con la lectura de La piel del tambor saldaba dos cuentas de su nostalgia: la acción la trasladaba a la ciudad en la que nació y abandonó hace 31 años para irse a Madrid cuando se casó; y la cuna del propio escritor, Cartagena, la mantiene en contacto con el destino laboral de uno de sus tres hijos. Otro tiene previsto hacer un curso de perfeccionamiento de ingeniería informática en Estados Unidos y otro pretende terminar los estudios de Arquitectura Técnica antes de que lo coja el Plan Bolonia. Carolina no ha perdido el acento del sur, quizá por mantener una tradición familiar: su madre iba de Huelva a Sevilla para dar a luz. Ella viajó embarazada de sus tres hijos de Madrid a Huelva para que tuvieran ese rango de choqueros. Yo cerré La noche de los tiempos con Madrid soliviantado por la guerra y escribo estas líneas en la Ciudad Universitaria, escenario del proyecto profesional en el que trabajaba Ignacio Abel, el arquitecto protagonista antes de emprender el viaje del exilio.

Me despedí de Carolina en el andén y en la estación de Atocha conocí a otra Carolina venezolana que trabaja que Barcelona en proyectos audiovisuales. Venía con una compañera italiana de Livorno, cerca de Pisa, para grabar las jornadas de un Foro sobre Sociedad y Deporte al que acudí como ponente. Los dos cerramos a la vez la llave de nuestras habitaciones en el hotel Príncipe Pío. Bajamos juntos en el ascensor. Desayunamos en mesas adyacentes y nos turnamos en la lectura de los periódicos. Una hora después descubrí que era quien me precedía como ponente en dicho Foro. Juan Villoro es un tipo brillantísimo. Hablar después de él, dije al auditorio, era como ver después de la final del Mundial el Nueva Zelanda-Eslovaquia. Menos mal que mi autoestima se vio confortada cuando mi presentador me confundió con Rafael Gordillo. Villoro es mexicano, hijo de exiliados. Participó en el taller de cuentos de Augusto Monterroso y con veintipocos años fue agregado cultural en la Embajada de México en el antiguo Berlín Oriental. Mi compañero de pasillo y ascensor.

Lo que dio de sí un viaje entre Carolina del norte (de Venezuela) y Carolina del Sur (andaluza en Madrid).

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