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la tribuna

José Prenda

Durban y los caprichos del clima

EN estos tiempos convulsos, de finanzas disparatadas, necesidad galopante e inciertos vaivenes políticos, ¿a quién extraña que en Durban hayan ocultado la basura debajo de la alfombra? Esta Cumbre del Clima de débil tono mediático -salvando la conclusión, apenas ha merecido algún titular- ha resultado seguramente un sonado fracaso respecto a lo que debería haber sido. El mundo opulento está muy ocupado con el futuro de su deuda financiera para permitirse la frivolidad de discutir seriamente sobre asuntos que determinen recortes en lo que sea.

Ahora (?) lo que toca es crecer. Empleos, pensiones, salarios, dicen que el bienestar social, están en cuestión. ¿Y quién está dispuesto a sacrificar una mínima cuota de su nivel de vida por un motivo tan lejano, banal, opaco incluso, como las emisiones de gases de efecto invernadero que se supone son las culpables del cambio climático que se nos está viniendo encima, si el clima siempre fue caprichoso como un niño mal criado? En el mundo más pobre, con desigualdades sociales mucho mayores y donde, paralelamente, es mucho menor el pudor en maquillar los perjuicios ocasionados por cualquier proceso productivo -en salud, medio ambiente o lo que sea, con tal de que genere beneficios que teóricamente puedan elevar el nivel de vida de los más desfavorecidos-, la retórica de esta pregunta choca por impúdica.

Entonces, ¿cuál debiera haber sido el resultado de esta Cumbre para ser un éxito? Sin duda y sin acritud, un consenso global que hubiese fijado unos niveles de emisiones de CO2 compatibles con una estabilización del aumento de la temperatura media de la Tierra, compatibles a su vez con el puzle idiosincrático de las diferentes economías planetarias, donde los que hemos alcanzado mayores cotas de bienestar (?) renunciemos a más que los muchos que no disponen de lo mínimo exigible a la dignidad humana. Y donde estos últimos -sus dirigentes, claro- se comprometan a que no todo vale con tal de subir los niveles de las rentas de sus países según el criterio de la estadística del medio pollo (si yo me como un pollo, entre usted y yo nos hemos comido medio cada uno, aunque usted no lo haya ni olido) (véase Brasil, China o la India). Esto puede parecer una ingenua carta a los reyes magos, incluso ser tachado de demagógico, pero es que no queda otra si de verdad creemos en esa excelsa humanidad de Homo sapiens que nos distingue del resto de seres vivos.

Ninguna especie tiene capacidad de anticipar el futuro como lo hacemos nosotros. Ninguna se preocupa, pues, por ello. Las capacidades adaptativas predisponen a los seres vivos para cumplimentar sus diferentes requerimientos de modo que se maximice la eficacia biológica de los individuos, que no es más que tengan el mayor número posible de descendientes reproductores, idealmente de nietos. A quien no cumpla este precepto universal, bíblico, a rajatabla, el destino lo condenará a la extinción.

Los H. sapiens, lógicamente, también nos acogemos a él; con inusitado entusiasmo, según se desprende de los 7.000 millones que ya somos. Este éxito se funda en la obvia utilización de recursos y en el despliegue de numerosas estrategias para burlar los factores que controlan el tamaño de las poblaciones, resultado ambos de nuestra inteligencia. Valor adaptativo supremo, para unos, lastre evolutivo, para otros, pues no sería más que un carácter sexual secundario útil para enamorar a más hembras o para seleccionar mejor a machos más atractivos, según se mire. Ideal, además, para destruir el mundo en tiempo récord.

¿Crecemos y nos multiplicamos o nos ponemos de acuerdo en Durban? ¿Somos consecuentes con nuestra capacidad de anticipar el porvenir o pan para hoy y hambre para mañana? Así, en corto y en apariencia, queda poco margen de maniobra. Dada nuestra indeleble programación evolutiva no nos resta más que morir de éxito. Así parece que han obrado quienes se han reunido en la ahora famosa ciudad sudafricana. Pero no nos podemos resistir a admitir que sea ésta la única solución, ni siquiera en los términos biológicos más primarios, si nos atenemos a la demografía de los más opulentos, incluida la de nuestro propio país.

La previsión puede proporcionar beneficios mucho mayores que el cortoplacismo miope, incluso en términos de eficacia biológica. El estímulo más o menos encubierto del consumo de tabaco por parte de los poderes públicos genera beneficios inmediatos a través de los grandes gravámenes a que está sujeto. A medio y largo plazo la previsión del tabaquismo es infinitamente más rentable, no sólo en salud pública, sino en términos pecuniarios, que es lo que nos importa. Así que en lo que venga después de Durban, que se olviden de las ganancias que rinden impuestos perversos y dejen de fumar. Es seguro que la renuncia que quizás represente la reducción en la emisión de gases de efecto invernadero -o eso es lo que esgrimen los más reacios a firmar acuerdos- produce extraordinarios beneficios, incluso económicos, mucho más pronto que tarde. Aunque no sé si les llegará para ganar unas próximas elecciones.

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