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La tribuna económica

Rogelio / Velasco

Economía y reforma del Estado

CON intensidad variable y discontinua, durante los últimos años asistimos a debates políticos en torno a la reforma de las administraciones públicas, con dos temas recurrentes: la descentralización y los solapamientos en las actividades de las administraciones. Este proceso parece haber seguido más bien una lógica de lucha por el poder que una racionalidad basada en criterios de organización, capacidades y prestación de mejores servicios a ciudadanos y empresas. No toda la responsabilidad en los defectos que ahora podamos observar recae en las comunidades autónomas. En numerosas ocasiones, la Administración central se ha inhibido en los procedimientos legales para dar racionalidad al proceso, argumentando que eran temas ya transferidos a las autonomías, con lo que cada una ha legislado como mejor le ha parecido.

El resultado es que nos encontramos en los aspectos relacionados con la regulación de las actividades económicas, con una legislación confusa que ha proliferado extraordinariamente y que varía entre territorios. Además de las dos administraciones de mayor peso, las diputaciones conservan aún algunas funciones, a lo que se añade la actividad de los ayuntamientos que, en materia de regulación de la actividad económica, mantienen competencias muy importantes.

La crisis no debe ser una excusa para prestar sólo atención a los problemas hacendísticos. No saldremos de la actual situación arreglando únicamente los problemas por arriba. Si los aspectos microeconómicos no mejoran, no resolveremos los de mayor escala. La reforma del Estado debe servir, al final, para contar con administraciones más eficientes. No sólo por utilizar menos recursos para prestar más servicios, sino para hacerle la vida más fácil a los ciudadanos y las empresas, que son las que crean empleo.

Hace unos días apareció en la prensa el testimonio de un emprendedor que, para montar una bodega en un pueblo de la provincia de Cádiz, tardó tres años en realizar los trámites, necesitó autorizaciones de los cuatro niveles de la Administración, mantuvo contactos y reuniones con 31 funcionarios y gastó más de 10.000 euros en trámites. La historia sería cómica si no fuera por la dramática situación que vivimos.

Se podría afirmar que es un caso singular. No lo es. Hace unas semanas que el Banco Mundial publicó el informe Doing Business 2013. De los 179 países analizados, España aparece en el lugar 136 en cuanto a dificultades y complejidad para abrir un negocio. La reducción de todos esos costes, en dinero y en tiempo, resulta fundamental para no desanimar a los pocos emprendedores que hoy se arriesgan a iniciar un negocio y crear empleo.

La reforma del Estado, en consecuencia, no puede hacerse con una perspectiva exclusivamente jurídica o política. Si se hace, ya vemos las perjudiciales consecuencias económicas que depara. Si no se facilitan los trámites, se eliminan arbitrariedades y se suprimen actos innecesarios, obviando, en su caso, la intervención de una o varias administraciones, de manera que los procesos que involucran a actividades económicas sean mucho más eficientes, no se estará contribuyendo a que la actividad privada ayude a salir de la dramática situación en la que nos encontramos.

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