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la tribuna económica

Joaquín / Aurioles /

España y Portugal

ESPAÑA no es Portugal. Tampoco éramos Grecia o Irlanda, pero si sus dificultades económicas terminaron pasándonos factura, mucho más ocurrirá en el caso del país vecino. Con Portugal no sólo compartimos el extremo occidental de la problemática ribera mediterránea de la Eurozona, sino otras muchas cosas, como nuestra condición de rama europea y seminal de la comunidad iberoamericana. También los bancos españoles son sus principales acreedores, por un importe superior a los 75.000 millones de euros. Más o menos como el Reino Unido con Irlanda, aunque con el agravante de que es probable que la exigencia alemana de que bancos y acreedores privados asuman una parte de las pérdidas termine imponiéndose en breve.

Portugal es un país en crisis. Y no sólo desde un punto de vista económico, sino también desde el político y el institucional. El rechazo parlamentario al programa para sacar al país de la crisis ha provocado la dimisión del Primer Ministro y la convocatoria de elecciones para el 5 de junio, lo que obliga a tener que abordar en condiciones de interinidad política una situación económica extraordinariamente complicada y en franco deterioro como consecuencia del acoso sistemático de los mercados. A pesar de ello, las autoridades se han resistido hasta ahora al rescate europeo, lo cual resulta comprensible desde el punto de vista político, puesto la intervención vendría acompañada de imposiciones que limitarían significativamente el margen de maniobra del nuevo gobierno. Pero también provocó la crítica e incluso el levantamiento de otras instituciones. Entre ellas la banca, obligada a añadir a sus propios problemas los derivados de las dificultades financieras del Estado.

Tras la rebaja de su rating, la prima de riesgo portuguesa ha superado ampliamente la barrera de los 500 puntos y el rendimiento de los bonos a cinco años la del 10%. En estas condiciones, salir al exterior a buscar financiación se convierte en una aventura imposible para los bancos, que se ven forzados a una mayor dependencia del BCE en el corto y medio plazo y a endurecer las condiciones de los préstamos al sector privado. Todo esto se traslada al sector real de la economía en forma de mayores costes y de deterioro de la competitividad, con las dificultades añadidas para el comienzo de la reactivación.

En España la situación no ha llegado a los extremos de Portugal e incluso se respira un clima de cierta relajación desde comienzos del año, pero seguimos bajo vigilancia y esto también lo padecen los bancos. Los países endeudados, como España, están condenados a defender su reputación exterior si no quieren verse obligados a unos costes financieros insoportables, aunque la banca española está convencida de que buena parte del diferencial que tiene que soportar se debe a la desconfianza que se contagia desde Grecia, Irlanda y Portugal. Quizá tengan razón, pero la mejor forma de recuperar la credibilidad es siendo escrupuloso en el cumplimiento de todos los compromisos, especialmente el objetivo de déficit público, y en el cuidado de la imagen general de la economía, a la que tan negativamente contribuye el incesante aumento del desempleo.

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