PROBABLEMENTE haya sido sincera Esperanza Aguirre al explicar las razones personales de su inesperada dimisión como presidenta de la Comunidad de Madrid y presidenta del PP regional. Probablemente no haya dicho toda la verdad. La trastienda de la política siempre esconde algo, no porque sea inconfesable, sino porque es conveniente para sus actores.

Sin duda Aguirre cree de veras que, alcanzada la sesentena, ha llegado la hora de dedicarle más tiempo a su familia después de treinta años de vivir la política con la intensidad y la pasión de los políticos de raza. Alguien dijo que la política es un vicio tan exigente, acaparador y obsesivo que no deja hueco para otros vicios. También la enfermedad debe haber contribuido lo suyo a precipitar esta renuncia.

Lo que no ha explicitado es que seguramente también le ha influido la convicción de que ha tocado techo en una carrera de grandes éxitos y que ya no podrá satisfacer su ambición de escalar a la cúspide del poder, en su partido y en el país. Pensó que podría lograrlo después de los fracasos electorales de Mariano Rajoy en 2004 y 2008, pero se encontró con que su opción de derecha neoliberal pura y dura -que no ha dejado de defender nunca, confirmándose como una líder transparente y firme- no concitaba los suficientes apoyos entre los barones y entre las bases del Partido Popular. Demasiado conservadora y demasiado intimidatoria para las clases medias no madrileñas, que son las que hacen ganar o perder elecciones en la España del siglo XXI. La puntilla se la dieron los paseos triunfales de Rajoy y su equipo por las urnas durante los últimos dos años (municipales, autonómicas y generales).

Ha sido una de las figuras políticas más destacadas del centroderecha, por más que sus adversarios políticos se empeñasen en minusvalorarla en base a algunas sonadas meteduras de pata, presentándola como una boba de solemnidad. La verdad es que bastaba escucharle una conferencia para darse cuenta de que de boba no tenía absolutamente nada. Su respuesta a esos adversarios ridiculizantes -y al escándalo que rodeó su llegada a la presidencia de Madrid, con el caso de los socialistas traidores Tamayo y Sáez- fue derrotarles de manera inapelable en las urnas, no una vez, sino tres veces consecutivas. Ha aunado una gestión eficaz y sin derroches en Madrid con un desafío constante a los tabúes de la izquierda y un aparato propagandístico que en pocas partes de la nación ha igualado nadie.

El PP se enfrenta al problema de su sucesión, dado que el designado por Aguirre carece de su carisma y aceptación, pero Mariano Rajoy habrá respirado tranquilo: casi todos los que conspiran en su contra o no terminan de aceptar su liderazgo se acaban de quedar huérfanos.

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