La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Europa: ángel y demonio

El Tratado de Roma, firmado sólo 12 años después de la II Guerra Mundial, quería enterrar los demonios de Europa

Decía el poeta Paul Valéry que Europa se podía definir sólo con tres palabras: Jerusalén, Atenas y Roma. Estas tres ciudades simbolizan la ética judeocristiana, la democracia y la filosofía griega y el derecho romano. Éstas son las raíces de Europa desde hace tres mil años.

En su bello y breve libro Idea de Europa George Steiner señala así las realidades históricas y cotidianas que definen el ser europeo: los cafés llenos de las gentes que intercambian ideas y de las palabras que allí se dicen, se escriben o se leen; las ciudades y los paisajes que invitan a pasearlos; la memoria de los estadistas, escritores, científicos y artistas perpetuada en los nombres de calles y plazas; la doble herencia de Atenas y de Jerusalén, de la razón y la fe, de la filosofía y la religión ("ser europeo -escribe- es tratar de negociar, moralmente, intelectualmente y existencialmente los ideales y aseveraciones rivales, la praxis de la ciudad de Sócrates y de Isaías"); y por último el destructivo y autodestructivo impulso que también es parte de Europa, haciéndola vivir durante toda su historia al borde del abismo de su desaparición ya sea por obra de agentes externos o de su íntimo demonio capaz, asombrosa, desconcertante y desalentadoramente, de producir a la vez lo mejor y lo peor, lo más admirable y los mayores horrores que la humanidad haya conocido ("Europa -escribe- es el lugar donde el jardín de Goethe es casi colindante con Buchenwald").

Es cierto que el campo de concentración de Buchenwald se construyó junto al bosque por el que Goethe solía pasear y que en su interior estaba el famoso roble bajo el que le gustaba tenderse a sestear, meditar y divagar. Y que a diez kilómetros de Buchenwald está Weimar, una de las capitales culturales de Alemania y de Europa, la ciudad de Goethe, Herder, Schiller o Liszt. Nunca deberá Europa olvidar esta realidad terrible que, como los cafés, los campos y ciudades que invitan a las rousseaunianas ensoñaciones de un caminante solitario, la memoria viva de sus grandezas y su origen judeocristiano y grecorromano, forma por desgracia parte de ella misma.

La construcción de la Unión Europea, recuérdese en la conmemoración del 60 aniversario del Tratado de Roma, firmado en 1957, sólo 12 años después del horror de la II Guerra Mundial, respondía al anhelo por conservar lo mejor de Europa y enterrar sus demonios. Ojalá no se pierda este espíritu.

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