DURANTE todo este fin de semana se ha estado jugando en el Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid la Final a Cuatro de la Euroliga. Todo un espectáculo, la verdad, aunque su desenlace final ha dejado claro de nuevo el complicado futuro que se le presenta al baloncesto europeo de clubes de acuerdo con los parámetros en los que se mueve este deporte. El campeón de Europa es el dinero, tal y como ha venido sucediendo en las últimas temporadas.

Es, en sí, la perversión del deporte, en este caso del baloncesto versión FIBA. Mientras las selecciones europeas deslumbran en los campeonatos internacionales, a la gran mayoría de clubes del Viejo Continente no le alcanza siquiera para destacar más allá de sus fronteras. El proceso es claro y cruel. Los clubes forman jugadores que, si destacan, acaban ganando dólares en la NBA. Si allí no son capaces siquiera de jugar (véase el caso de Sergio Rodríguez) vuelven a Europa con un caché tan elevado que desarrollan sus carreras en los millonarios equipos de Rusia, Grecia o en el eterno Maccabi. Casos como los de Macijauskas (Olympiakos) o Papaloukas (CSKA) son ya la moneda habitual.

Sólo hace falta echar un vistazo a la nómina de los últimos ganadores de la Euroliga (Maccabi, Panathinaikos, CSKA) y a la lista de jugadores que, o bien ya están en la NBA (Calderón, Navarro, Gasol), o llegarán allí en breve (Rudy Fernández, Ricky Rubio…) para determinar que algo debe cambiar en el baloncesto europeo (¿verdadera Liga Europea?, ¿tope salarial estilo NBA?) para que consiga convencer y enganchar realmente a su público objetivo. Ese público que durante tres días ha prácticamente ignorado el gran acontecimiento celebrado este fin de semana en Madrid, pero que trasnocha sin problemas para ver cualquier partido entre los Magic y los Pistons.