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Joaquín / De La Peña

Exilio interior

HAS leído con interés las páginas en las que Diego Geniz aborda, en esta larga cuaresma, las sensaciones y los recuerdos de quienes se encuentran lejos de esta ciudad a la que ahora sólo puedes observar recortada, parcialmente amada a través del escaso cielo que entrevés por la ventana de tu habitación.

Hace mucho que Sevilla es para ti una gran desconocida; el mismo tiempo que tus piernas se negaron a sostener tu espíritu, el mismo en que tus sentidos se encuentran huérfanos del incienso, del brillo de la llama en los dorados de las canastillas. No comprendes muy bien por qué la distancia nada tiene que ver con los kilómetros, con la geografía.

Te han llamado de la hermandad y apenas has podido reconocer la voz joven que te hablaba; han sido amables, afectuosos. De vez en cuando algún cargo de la junta te visita, te cuenta la actualidad, los cotilleos, te describe las flores y hasta es capaz de tararear la nueva marcha que algún joven compositor ha regalado a la cofradía. Sin embargo, no ha sido capaz de trasladar tus dedos a ese costado horadado que conoces de memoria, ni de describirte el color imposible de los ojos de la amada en las primeras horas de la mañana, apenas abiertas las grandes hojas broncíneas de la capilla.

Lees la tristeza y la nostalgia de quienes no están cerca y te preguntas cuán lejos te encuentras tú mismo del espacio de la fe compartida, de la alegría del abrazo del hermano, de la lágrima escondida, del silencio profundo en el fondo del corazón, de la esperanza en la semilla que plantaste aquella tarde y que, en apenas una semana, se alejará por el corredor de la vivienda vistiendo la misma túnica que cayó sobre tus hombros durante tantos años, mientras que tu alma arrugada, huérfana de incienso y cirio, queda ensimismada en los recuerdos en tu particular y cercano exilio interior.

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