ES una constante histórica: cuando las cosas se ponen mal aumenta el espíritu separatista. Los que tienen más tienden a intentar desligarse de los que tienen menos. La solidaridad, un sentimiento facilón en época de vacas gordas, da paso al agravio y al deseo pasional de desprenderse de lo que se percibe como un lastre. Es, a mi juicio, lo que está pasando hoy en España y en algunos otros territorios de Europa. Incluso en el seno de ésta misma, como sujeto teóricamente unitario, el fenómeno se reproduce entre los llamados países del norte y los del odiado sur.

En cierto sentido, los conflictos que ahora se agravan (la Bélgica flamenca, Escocia, el Tirol del Sur italiano, Cataluña, el País Vasco) nacen del propio fracaso de la idea de una Europa unida. Si entre sus valores constituyentes estaba el de superar el nacionalismo, una doctrina con millones de muertos a sus espaldas, el propósito desde luego se está demostrando fallido. Quizá porque se cometieron en el pasado errores imperdonables: la división aceptada de Checoslovaquia o el estallido alentado de Yugoslavia no fueron decisiones precisamente brillantes y causaron, además, una peligrosa brecha en el modelo. Europa no fue nunca lo suficientemente firme en desanimar los peligrosos procesos centrífugos.

De aquellos polvos vienen estos lodos: se dejó viva la posibilidad de reestructurar las fronteras europeas y, con ella, abierto el puñetero resquicio por el que respiran todas las melancólicas independencias, todos los movimientos que ocultan su egoísmo en mapas caducos. Si de lo que se trataba era de construir la gran nación europea, homogénea en sus principios, debieron cortarse de raíz cuantas aventuras caminaban justamente en la dirección contraria. Digo más, todavía en este momento no fabrica Europa quien bobaliconamente sucumbe al encanto de las fracturas. Lo que queremos ser resulta incompatible con la proliferación multiplicada de particularismos y excepciones. Y no gritarlo de forma paladinamente clara, el peor servicio que se le puede hacer al intento.

El problema me parece mucho más grave de lo que se piensa: la crisis introduce un poderoso factor disgregador (entre estados, entre naciones, entre pueblos, entre comunidades) que va a poner a prueba la solidez del proyecto europeo. Llega la hora de saber si son sinceras las protestas de unidad, si de verdad estamos dispuestos afrontar juntos y solidariamente el futuro, o si no es todo una gigantesca mentira pespunteada sólo por el hilo frágil de una prosperidad que nos abandona. Lo que pronto tendremos que averiguar, al cabo, es si en el barco europeo viajan más marineros que ratas. O dicho de otro modo, si la bandera azul de las estrellas aúna voluntades, esfuerzos, responsabilidades y sacrificios o si, por el contrario, no pasa de ser un vistoso trapo, tan decorativo en la abundancia como inanimado y falaz en la penuria.

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