Serían las seis de la tarde y la avenida peatonal -es un decir- estaba reventona en la antesala de la Semana Santa. En plena gymkhana, y tras esquivar a un airado ciclista a un timbre pegado, el tranvía estuvo a medio metro de acabar con su existencia. Su desesperado salto atrás tuvo esa rapidez y destreza que suele conferir el instinto de supervivencia, aunque, trastabillado, acabó encima de un velador donde una familia inequívocamente escandinava, a modo de merendola, daba cuenta de una paella precocinada y en perol reciclable. Cuando el pobre se aprestaba a sacudirse los granos de arroz de la pechera y disculparse, un grupo de orientales, que discurría talmente como un banco de peces pertrechado de móviles apuntando a una puerta de la Catedral, lo desplazó hacia la fachada. Entonces sí fue atropellado. Un jinete de segway que iba en una fila que parecía una versión turística del Grupo Salvaje de Peckinpah lo despidió hacia el escaparate de una franquicia de yogur helado. Su cara acabó, lo percibió rápido, en el cubo de sabor a mango. Y mira que nuestro hombre se había prometido nunca entrar ahí existiendo -sobreviviendo- La Ibense apenas a unos pasos. Estaba bien bueno, la verdad. Pero sin duda no era la mejor forma de comprobarlo. Se dio lástima.

En todas las ciudades sureñas, y en no pocas más septentrionales, estamos de un excitado que da hasta miedo con las fiestas que hoy entran (bueno, en los casos de localidades con mayor tradición, seguimiento e industria, llevamos ya varias jornadas de previos-fiesta... bien mirado, hasta meses). Muriendo de éxito, cada día captamos más figurantes foráneos para la causa de la bulla y el fluir de ríos de personas deseosas de, según, socializar, disfrutar del folclore, cambiar de aires o -sigue habiéndolas- vivir su fe y su devoción personificada en una imagen de una hermandad. Nadie debe objetar nada si no fuera -que ya lo es- por resultar salpicado por el desafuero, el pastoreo de humanos y los inevitables brotes de pésima educación. Nuestro personaje del primer párrafo -un tanto exagerada la narración, sólo un tanto- bien puede ser una víctima de las cosas sacadas de quicio alentadas por tres verdades del municipalismo contemporáneo. Primera, que el turismo nos salva la vida, aunque a uno no le salen los números del empleo y la riqueza; segunda, que cuanto más duren las fiestas, mejor, algo conceptualmente asombroso para algunos sosos, y tercera, que la diversión en compañía de cuantas más personas mejor es la releche, y un derecho inalienable, oiga.

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