LA necesaria mejora del transporte público en la corona metropolitana de Sevilla por la extensión de la vida urbana, choca con los hábitos de la mayor parte de la población, a la que le importa un comino la red de autobuses porque el coche es la extensión de su mente de día y de noche, en jornadas laborales o festivas. Es lo que tiene favorecer el desarrollo dependiente del vehículo privado, se generan unas costumbres tan arraigadas que permanecen incólumes a los tardíos y endebles intentos de articular un sistema que permita la movilidad de un municipio a otro sin depender del coche.
El transporte público es factor esencial de la cohesión y competitividad de los países ricos de Europa, pese a tener más dinero para comprarse casas y coches de mayor fuste. En Espartinas, Tomares o Almensilla, sus habitantes autóctonos o procedentes de la capital no van a cambiar sus hábitos porque lo digan quienes viven a lomos de coche oficial.
Las generaciones de madrileños de Coslada, Móstoles o Alcalá de Henares que, desde chavales, pueden hacer cualquier actividad estudiantil, laboral o lúdica moviéndose en transporte público (sobre todo ferroviario, suma de Metro y Cercanías), tienen incardinado ese factor en su mentalidad y ya es indisociable a sus vidas, aunque además tengan coche. Supone educar la impaciencia, organizarse con los horarios para aminorar las esperas. Conlleva compartir un espacio y un tiempo como pasajeros. Y hay mucha gente que sigue considerando a los usuarios como ciudadanos de segunda, los pobres del tráfico con los que mejor no juntarse para marcar diferencias sociales.
Mientras el coche sea sinónimo de estatus, no lo van a dejar aparcado muchos sevillanos aunque le pongan al lado de su casa una parada de autobús refrigerado y hasta tuneado. La inversión en transporte tiene que ir acompañada de inversión educativa para desatascar los prejuicios.
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