La tribuna

Pedro Olalla

Grecia: donde no hay voz, hay grito

Estos últimos días, Grecia está ofreciendo la imagen más penosa de las últimas décadas. No sólo hemos visto que no hay Estado, sino que hemos llegado a pensar que no hay ciudadanía. Los hechos inmediatos son conocidos: un policía estúpido dispara a sangre fría contra un grupo de jóvenes, causándole la muerte a un muchacho inocente de quince años; acto seguido, se desata una fuerte oleada de protestas, que los anarquistas más subversivos aprovechan para dar rienda suelta al vandalismo; a las pocas horas, y ante el colapso absoluto del Gobierno y del aparato policial, las principales ciudades del país se ven sumidas en un delirio impune de destrucción y de barbarie.

La noche del lunes volaban adoquines de mármol y cócteles Molotov, ardían los coches y las tiendas, y la gente se lanzaba a la destrucción y al saqueo al comprobar que la Policía, temiendo cometer un nuevo exceso, estaba resuelta a no intervenir. Han pasado dos días y, a la espera aún de una respuesta del Gobierno, las calles siguen tomadas por elementos subversivos que, en supuesta venganza por la muerte de un joven inocente, han quemado la tienda de su madre y destruyen ahora las universidades.

Si todo esto ocurriera en la plaza de Tiananmen, contra un ejército de represión o una tiranía que pisotea los derechos fundamentales y la propia dignidad humana, yo mismo estaría del lado de los que tiran piedras y prenden fuego. Pero lo grave es que ocurre en Grecia (simbolismo aparte) y que, como ciudadano demócrata y progresista que defiende la justicia y el sentido común, me siento "atacado por los manifestantes". No estamos asistiendo a la revolución: estamos asistiendo a la autodestrucción, a una aleccionadora exhibición de la fragilidad de la democracia. Que nadie se engañe: la democracia es un sistema que permite la libertad, pero que no por ello la garantiza. Su garantía depende de la lealtad de los ciudadanos al propio sistema, y es precisamente eso, la lealtad democrática, lo que Grecia está viendo derrumbarse estos días.

Junto a esto, también es igualmente cierto que la lealtad democrática ha sido traicionada reiteradamente por la clase política de este país. Por ello, es fácil comprender la gran indignación que ha conducido a este delirio en el que todos tienen algo que quemar. Fraudes, escándalos, mentiras, favoritismo, contubernio con los poderosos. Evidentemente, este mal no lo padece en exclusiva la democracia griega, y por eso lo que ocurre estos días debe servirnos de alarma y de lección. Desgraciadamente, en casi todos los países donde existe, la democracia se está viendo restringida a un juego político al margen de la ciudadanía, a una lid donde toda estrategia va orientada a mantener al gobernante en el poder o a ayudarle a conquistarlo, y donde los provechos que el pueblo recibe parecen meros efectos colaterales de esta única obsesión.

Pensemos, pues, en el futuro del sistema: ¿qué hacer cuando se apaguen las hogueras para que no se vuelvan a encender? Yo sólo veo una salida: darle más voz a la ciudadanía. Porque la verdadera revolución de la democracia -y su sentido último- es liberar a los individuos de la condición de súbditos y elevarlos a la de ciudadanos, a la de portadores conscientes de la esencia política de la sociedad. Viendo Atenas arder, he comprendido que, para que la democracia sobreviva, hay que cambiar su tesitura actual. Al margen de los partidos y los sindicatos, hay que crear nuevas vías de participación: porque, hoy por hoy, la verdadera ciudadanía no tiene voz. Y entonces calla, y calla, y calla. Hasta que revienta y hace suyo un grito de cólera que no es su verdadera voz.

Para que la democracia sobreviva, la ciudadanía debe tener más vías de expresión que el voto y la reyerta. Hay que crear nuevas estructuras, nuevos canales intermedios que den a la ciudadanía participación organizada y cotidiana: observatorios políticos, plataformas de propuesta y de denuncia, foros de expresión libres e independientes, herramientas contra la demagogia… Y los gobiernos deben prestar oídos a esa voz. Si no, para mal de todos, acabará sonando la otra, la que ahora retumba en Atenas.

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