Ados meses de cumplir su primer aniversario como presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán sigue escribiendo una sinfonía incompleta. La música suena bien y es armoniosa, pero la letra no le acompaña. Apunta maneras de cambio y modernidad, pero de momento no ha rematado nada.

Nos ilusionó cuando dijo que hacía falta una Administración más descentralizada, con menos órganos y más eficiencia, pero continuamos en las mismas. Del comité de expertos que prometió para analizar la cuestión y proponer la consiguiente dieta de adelgazamiento nunca más se supo. Ahora ha vuelto a la cuestión con una frase rotunda: la Junta no necesita más funcionarios porque no es posible mantener ese gasto.

Vuelve a levantar expectativas esperanzadoras entre los ciudadanos, salvo entre los que son funcionarios (ahí lo que levanta es malestar) y aquellos otros que aspiran a serlo y preparan oposiciones (ahí, incertidumbre). Veremos en qué queda una reforma que se ha anunciado una y otra vez desde los albores de la autonomía y nunca ha pasado del papel o de las buenas intenciones. El empleo público se va a recortar este año y las retribuciones de los funcionarios están hace tiempo congeladas en la práctica. No es suficiente. Como cualquier empresa, la Junta de Andalucía, que es la única superempresa de esta región, tiene que ganar en eficiencia y productividad. Evaluar su rendimiento debería ser práctica común, como hizo Finlandia hace más de treinta años (gracias al lector Juan López-Bonet, por recordármelo) y como hoy plantea Cataluña.

Creo que hay un equívoco en torno a la burocracia pública. La profesionalización y fijeza del funcionariado fue un avance: para evitar que cada cambio de gobierno provocase un terremoto en la Administración Pública -paralizada hasta que los nuevos enchufados por el partido triunfante sustituyeran a los cesantes del turno anterior-, se decidió hacer inamovibles a los altos funcionarios, cualificados y especializados, que velarían por el interés público sin depender de los vaivenes políticos. El problema fue, y es, que esta continuidad necesaria se ha acabado extendiendo a casi cualquier colectivo que contrate la Administración, cualquiera que sea el cometido que se le encomienda, su rol dentro de la estructura burocrática y su cualificación.

Con razón las madres suspiran por que sus hijos metan la cabeza en alguno de los engranajes laborales del Estado: saben que puede ser para siempre. Ganarán menos dinero que en el sector privado, pero no corren el riesgo de ser despedidos. En términos de coste social, y más en tiempo de déficit grave, muchos empleos públicos no deberían ser para siempre, esa es la verdad.

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