La Noria

Carlos Mármol

El Guadalquivir: apuntes bizantinos

La discusión en el Constitucional sobre si Andalucía puede arrogarse la gestión del Guadalquivir coincide en el tiempo con el informe del CSIC que dice que los recursos naturales del estuario fluvial están agotados

EN economía suele decirse que la escasez, combinada con la alta demanda, es una de las explicaciones del incremento del precio de las cosas. Si tal axioma fuera cierto, navegar por las aguas del Guadalquivir, el río mítico que explica en buena medida lo que es Andalucía, y por completo a la ciudad Sevilla, sería un ejercicio apto sólo para millonarios. No ocurre porque si desde hace tiempo no se puede navegar libremente por el cauce fluvial es porque sus administradores -sucesivos y múltiples; todos ellos con infinitos deseos de monopolio- hicieron suyo el viejo refrán castellano que habla de ayunar y de no dejar comer a los demás.

Traducido al caso que nos ocupa: salvo contadísimas excepciones, en Sevilla los distintos responsables políticos no han sido capaces de explotar el río de forma equilibrada ni tampoco han dedicado tiempo ni energía a devolverlo a los ciudadanos. De la opción intermedia, que consiste en combinar ambas posibilidades, lo ideal para todos, ni hablamos. El río parece ser como un viejo mueble de caoba: hermoso pero añejo. Bonito de mirar, imposible de usar.

El estuario del Guadalquivir, cualquiera que sea la visión que de él se tenga -hay muchas, algunas totalmente desconocidas-, es víctima de una doble y cruel traición. Nada por otra parte nuevo en esta ciudad en la que mientras más se reivindica algo menos se hace por conseguir justo aquello que se pregona. Por estos pagos la vindicación pública acostumbra a ser, paradójicamente, el anuncio de lo que nunca se realizará. Probablemente porque la coherencia resulta muy sacrificada: obliga a trabajar, arriesgarse, tomar decisiones e, inevitablemente, caminar sobre arenas movedizas. ¿Para qué asumir tantos riesgos?

Podríamos hablar de cinismo. O mejor: de cierta hipocresía política. A la sevillana manera, naturalmente. Porque, al parecer, aquí todo es distinto, aunque a poco que se mire bien en realidad existen las mismas miserias que en otros lares. La nuestra es una singularidad de boquilla. ¿Cómo si no puede entenderse el hecho de que durante décadas cualquier gobernante que ha llegado al sillón de la Alcaldía haya declarado solemnemente que la revitalización del Guadalquivir es uno de los grandes objetivos de Sevilla?

Los hechos históricos demuestran que este discurso, recurrente, repetido, casi gastado por el tiempo y la insistencia, casi nunca se ha correspondido con las verdaderas acciones del gobierno municipal de turno, con independencia de cuál fuera su signo político.

Resulta llamativo: mientras las administraciones más se arrogan el derecho del control exclusivo del Guadalquivir -elemento introducido, por ejemplo, en el Estatuto Andaluz, que ahora discute el Tribunal Constitucional- más patente parece ser la escasa voluntad real de recuperarlo y convertirlo en un patrimonio de todos. El Guadalquivir, como todas las cosas realmente importantes, con valor, sufre desde hace lustros la apropiación indebida de sus orillas, soporta usos privativos que impiden su disfrute y es rehén de una larga serie de intereses económicos que, aunque en ocasiones se justifiquen en base a un supuesto desarrollo territorial común, esconden otro tipo de anhelos.

El proceso de apropiación del río, que no es nuevo, sino resultado del tiempo -ese concepto que en Sevilla constantemente se quiere detener-, se produce en dos escalas distintas. Paralelas. En el ámbito urbano -la dársena histórica que divide a Sevilla en dos mitades- y a nivel regional, desde Alcalá del Río hasta la desembocadura de Sanlúcar de Barrameda, en el espacio conocido como el estuario fluvial. En ambos contextos, aunque con variantes, acontecen idénticos hechos: apropiación de los recursos naturales por parte de unos pocos -en ocasiones con títulos jurídicos; en otros casos, merced a los usos y costumbres generados por la antigua ley del más fuerte-, obstáculos diversos y servidumbres varias. Factores difíciles de lidiar.

el cauce urbano

En la capital esta coyuntura es manifiesta. Mientras más se defiende la revitalización fluvial -Monteseirín hace unos meses decidió dar a conocer un proyecto de recuperación virtual del cauce vivo sin haber aún dado suficientes pasos firmes para la rehabilitación de la dársena histórica- menos posibilidades de éxito tienen los proyectos ya existentes de salir adelante. En Sevilla el territorio fluvial tiene dos dueños -la Autoridad Portuaria y el Consistorio- que históricamente no se han entendido y que no han logrado salvar el largo rosario de disputas mutuas, aunque aparentemente reine la paz entre ambos.

El Puerto tiene una percepción del Guadalquivir de sesgo patrimonial y económico. El río debe estar al servicio de su actividad logística e industrial. La ciudad, que siempre ha reivindicado la puesta en valor de sus orillas para uso público, ha tardado décadas en reurbanizar un par de muelles -lo que el actual gobierno local califica como un "gran triunfo"- y no ha sido todavía capaz, por falta de voluntad, de hacer real su vieja promesa de liberar la dársena de las concesiones particulares que, en algunos de sus enclaves más importantes, permanecen fijas, inalterables. ¿Teniendo la ley de su parte y los suficientes recursos económicos necesarios qué motivo existe para no coger de una vez este toro por los cuernos? Sencillamente miedo a molestar.

El resultado de esta indecisión es un río fragmentado. Sin un plan global de usos. Donde conviven actividades razonables y otras imposibles. Un Guadalquivir convertido en una república de reinos de taifas. A lo más que ha llegado el ejecutivo municipal ha sido a crear pasarelas artificiales sobre algunos tramos de la dársena para "garantizar el uso ciudadano". Estas ramblas -la existente en la Cartuja o la prevista para la calle Betis- son más la muestra del fracaso del proyecto de reconquista civil del río que un logro político. Monteseirín no tiene que cumplir sus promesas si ya no quiere. Si la coherencia no viene de los hechos bastaría con cambiar los mensajes.

en situación crítica

En el ámbito regional el debate sigue idéntico curso. Esta semana se ha conocido -gracias a este diario- el informe del CSIC sobre la situación ambiental real del estuario. Las conclusión de los expertos -a los que se les obligó a firmar una cláusula de confidencialidad; hecho curioso siendo un estudio pagado con fondos públicos- es que el Guadalquivir está "agotado". ¿El motivo? La ausencia de un plan de gestión integral que busque un punto de equilibrio entre los distintos usos y proyectos planteados por diversos colectivos, desde el Puerto -que pretende hacer un dragado- a la industria arrocera, partidaria de ampliar las zonas de cultivo.

Los científicos han dejado abierta la puerta a las interpretaciones. Su informe no impide el dragado -para escándalo de los grupos ecologistas- pero alerta de que, tanto este proyecto como otros, afectarán a la biodiversidad del estuario, dañado por la alta salinidad y la excesiva turbidez del agua. En Sevilla el Guadalquivir es un brazo muerto y, en ciertas zonas, un coto privado. En el resto del estuario el río es un recurso natural del que se ha abusado en exceso, sin contención.

El debate trascendente no es si hay que hacer o no el dragado para mejorar las expectativas económicas de la ciudad, que deberían redistribuirse, en lugar de caer siempre en las mismas manos. De hecho, los científicos son más críticos con la industria arrocera que con el Puerto. La discusión clave es qué hacemos si no queremos terminar matando el elemento económico y territorial que explica nuestra propia existencia como ciudad. Mientras Sevilla no tenga claro que su futuro -igual que su pasado- sigue estando en el Guadalquivir, la polémica sobre quién debe administrar el río es bizantina. Cuando una de las dos administraciones en liza gane esta batalla quizás sólo pueda enterrar, con boato, a un hermoso cadáver.

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