NO hay nada más agradable para un amante del deporte que ver cómo los vencedores se rinden ante sus víctimas y les honran como se merecen. Ayer, don Rafael Nadal Parera dio un impresionante ejemplo de cómo debe comportarse alguien que se viste por los pies y que se considera deportista.

En la madrugada australiana y con el trofeo de ganador en la mano, la cara de Nadal no era de alegría incontenible. Y no lo era porque detrás de él Roger Federer nadaba en un mar de lágrimas tras haber perdido una nueva final con su enemigo íntimo. Serio, compuesto y sin alardes, Nadal, en su discurso de agradecimiento, se giró hacia el suizo y le dijo, nada más y nada menos, que ocupaba un lugar entre los más grandes de la historia del tenis mientras que él apenas había ganado el Abierto de Australia. Le señaló también que era un honor enfrentarse a él, tanto si ganaba como si perdía, y le deseó suerte para lo que resta de año. Una temporada en la que seguro se volverán a encontrar en las tierras de Francia, en el césped de Inglaterra o en el cemento de Estados Unidos.

Federer agradeció las palabras de reconocimiento, pero no encontró consuelo. Lógico en el momento, si bien pronto se dará cuenta de que la grandeza de un deportista no se mide sólo por sus propios méritos, sino también por la grandeza de los rivales. Dentro de 50 años, cuando uno repase la lista de la ATP y compruebe cómo Federer batió el récord de Grand Slams de Sampras se maravillará por haberlo conseguido en la misma época en la que Nadal también jugaba al tenis. Y lo mismo pasará cuando uno vea que el formidable tenista mallorquín lo ha conseguido todo teniendo al suizo enfrente. Ésta es su grandeza. El honor de Roger Federer, la victoria de Rafa Nadal y el respeto de ambos para con el maravilloso deporte del tenis.