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Gafas de cerca

josé Ignacio / Rufino

Impunidad

YO me lo imagino un tipo vulgar y amargado, sin duda envidioso y probablemente perezoso y ya sin perspectivas de mejora ni reciclaje, quizá cobardica y abandonado, con poco predicamento ni aceptación entre sus semejantes: con estos ingredientes sólo puede salir un cóctel llamado mala leche. Frente a un teléfono mucho más inteligente que él, con un pantalón de pijama loco por una lavadora y un desaseo personal generalizado y hasta añejo, nuestro francotirador desenfunda el smartphone o el portátil, coge aire como quien va intentar rebasar un seis metros con la pértiga y se dice, en plan malo del western: "Ahora vais a pagar, malnacidos (fachas, podemitas, peperos, junteros, españoles, moros, católicos, catalanes, periodistas, madridistas, culés, taurinos, yanquis, maricas, lo que sea menester)". Y tuitea, y comenta en Facebook, y vomita miasmas de alma envenenada, mayormente sin dar la cara. En esos 140 caracteres con los que Twitter arrea coces al idioma y compromete su futuro (o, viva el progreso, lo hace evolucionar hacia escenarios y formas más modernas y regeneradoras), nuestro tipo -yo me lo imagino varón, pero la insania y el hedor moral no conocen de sexos- dice a un torero muerto y a su familia barbaridades adobadas con fétida crueldad que nunca osaría decirles cara a cara (en manada con sus pares, sí, ahí nuestro hombre también lo borda como rayo flamígero). Él seguro ama a su perro. Sólo a él.

La impunidad en internet debe acabarse. Si no existieran medios para controlar los continuos daños morales que fluyen por ella, deberíamos plantearnos la limitación de su uso, o sea, de su abuso. Lo hacemos con la velocidad de los coches, con los ruidos, con el uso de armas; llámenme Kim Jong-un, liberticida, fasista. Enemigo de la libertad de expresión (que es excrecencia de expresión). Las redes sociales se han convertido -también, no sólo- en el chollo de los canallas, de la chusma enmascarada, del miserable, del rastrero. De balde, a coste cero que decimos ahora. El caso del supuesto maestro que insultó tan asquerosamente al torero muerto en la plaza es sólo una gota de color más marrón que el mar creciente de delitos y faltas sin penar que se cometen a diario por internet. Parece que algo se mueve, y bien sabemos que los cobardes y los malnacidos sólo atienden a la represión o al miedo a ser pillados, juzgados y castigados. Este jueguecito indoloro y a cubierto debe acabar. (Internet iba a democratizar el planeta, a hacerlo más justo y vivible: trompetilla sostenida y molto vivace.)

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