Postdata

Rafael Padilla

In hoc signo vinces

RECUPERANDO la costumbre epistolar de nuestros mayores, quiero, en mi esquina, comenzar el año con una sencilla cruz. Allá por diciembre, si a la suerte le place, será la fecha la que cierre la larga carta que, domingo a domingo, me escribo y les escribo. Y miren que ni eso resulta ya fácil. Una reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al declarar por unanimidad que la presencia del crucifijo en las aulas de las escuelas públicas supone una violación de los derechos fundamentales, ha reabierto el recurrente debate sobre su auténtico sentido.

Por supuesto que no pretendo transgredir nada, ni tampoco, claro, me allano el criterio de los juzgadores. No deja de asombrarme -como le ocurriera a Unamuno en plena República- que precisamente el símbolo más humano y pacífico de cuantos rodean a nuestros críos sea el que sobre. Sólo a partir de una posición radicalmente anticristiana, desvergonzadamente hipócrita y no neutral puede entenderse que irrite u ofenda un signo que sintetiza como ninguno los valores de nuestra civilización. La tolerancia y el respeto, la defensa de la dignidad individual, la tutela de los derechos y libertades, la autonomía de la conciencia moral frente al poder y el rechazo firme de toda discriminación encuentran en aquél su mejor plasmación. "Cristo -señaló en el diario comunista L'Unitá la escritora Natalia Ginzburg- representa a todos porque nadie había dicho nunca que todos los hombres son iguales y son hermanos". El crucifijo -afirmó Tierno Galván- es "el símbolo más universal del amor y la misericordia sin límites". Ideas aceptadas siempre por la izquierda más inteligente y ahora arrinconadas por la nuestra, sectaria, obnubilada por el odio, desoladoramente infantil, negadora de la Historia, cobarde, incluso, frente la amenaza de otros credos menos abiertos y mansos.

No es, sin embargo, la furia iconoclasta lo que principalmente me preocupa hoy. Coincido con el teólogo granadino José María del Castillo en que no podemos acomodarnos en el vacío de las formas. Poco importa qué o quién presida las aulas si lo que allí se enseña traiciona la revolución del mensaje, oscurece lo que orgullosamente somos e instaura la tibieza de un relativismo suicida que, muy pronto, dinamitará las bases de la sociedad más justa, con todos sus defectos, que el mundo ha conocido. Ésta es la verdadera batalla que tendremos que librar todos los que nos decimos cristianos, con el crucifijo en el corazón que es su sitio, confiados en Dios, sin dejadez ni desánimo, asumiendo riesgos, desprecios y dificultades. Es a lo que os llamo plantando aquí mi cruz. A la rebeldía, a la incorrección, a la búsqueda de la verdad, a la lealtad con cuanto nos entregaron y debemos transmitir. En la convicción de que esa victoria, minúscula aunque gigantesca, acaso alcance para justificarnos.

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