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HOY es el día de los inocentes, un día que antes se celebraba con bromas e inocentadas -a veces de muy mal gusto-, pero que ahora ya casi nadie recuerda. De niño vi una vez a un señor que caminaba por la calle con un monigote de papel pegado con celo a la espalda, pero aquello ocurrió hace mucho tiempo y debió de ser algo excepcional, porque es el único recuerdo que tengo de una escena así. Incluso es probable que aquel hombre, en vez de ser una víctima de una inocentada, fuese él mismo un bromista que se había puesto el monigote para gastar una inocentada a los demás transeúntes que lo mirábamos con curiosidad. O quizá yo mismo me he fabricado el recuerdo, porque la mente humana es así de caprichosa y a veces no puede vivir sin fabricarse un recuerdo que le haga creer que ha vivido algo que nunca ocurrió.

Las inocentadas eran una tradición de los tebeos y de los periódicos, y cada 28 de diciembre se publicaban noticias fantasiosas en la página de sucesos -se había visto un platillo volante frente al ayuntamiento, por ejemplo-, pero la costumbre cayó en el olvido en los primeros años de la Transición, porque se consideraba que todo aquello era más bien pueril y no se correspondía con un público adulto que sabía muy bien la información que quería. Y bien está que se olvidase.

Pero hoy pienso en los verdaderos inocentes de nuestra sociedad, que son esa mayoría de ciudadanos que paga impuestos y que trabaja sin cobrar grandes salarios, y que no tiene privilegios especiales ni envidiables condiciones laborales, pero que aun así no se queja ni se enfada y procura seguir haciendo su vida sin molestar a nadie. Y pienso en esas mujeres -pues casi siempre son mujeres- que se preocupan de educar a sus hijos, y que trabajan a la vez en su casa y en la calle, y que cuidan a madres y padres enfermos o desasistidos, al mismo tiempo que organizan las cosas en sus casas y en sus lugares de trabajo, y consiguen tiempo para pensar en veinte cosas a la vez: las meriendas de los niños, los amigos invisibles, la compra para llenar la nevera, los deberes, la plancha, la clase de solfeo de la niña, las botas de fútbol del niño, los regalos de Reyes (que como todo el mundo sabe no son los padres, sino las madres), y por supuesto sin olvidarse de la comida de Año Nuevo.

Todos esos inocentes también despiertan la sonrisa displicente de los que viven muy bien y no están dispuestos a sacrificar ni uno solo de sus privilegios, con la diferencia de que la sociedad podría funcionar sin uno solo de esos banqueros y financieros y políticos que sólo saben pedir más y más (aunque nunca a sí mismos), mientras que no duraría ni dos días si desapareciera esa inmensa capa social de los inocentes que trabajan sin quejarse ni engañar a nadie. Felices ellos.

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