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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

Instintos

SIENTO un rechazo visceral hacia ciertas demostraciones masivas. Especialmente, las que evocan a las claras las coreografías multitudinarias en las que suelen arroparse los dictadores o los regímenes y organizaciones de inspiración totalitaria, o los imitadores populistas con los que cuentan en las democracias: miles de personas marcando el paso al unísono, levantando el puño o la mano extendida, agitando rítmicamente una bandera. La voluntad individual queda anulada en estas acciones, sustituida por un instinto no muy diferente del que gobierna las ciegas cabalgadas de una manada de ñus, pongo por caso. Los biólogos han estudiado ese instinto, y concluido que el hombre lo posee en medida no inferior a otros animales: regula, por ejemplo, los tránsitos que se dan en medio de una muchedumbre detenida en una plaza; que, vistos desde arriba, semejan los flujos internos de un banco de peces o una bandada de aves.

Pienso en estas cosas cuando presencio acontecimientos como el sucedido hace unos días en el Camp Nou de Barcelona, durante un partido de fútbol. Está claro que, una vez acomodado en medio de esa masa, es muy difícil que un individuo sea capaz de negarse a secundar los movimientos más o menos orquestados que la agitan. Sobre todo, cuando esos movimientos -en este caso, los que tuvieron como efecto que miles de cartulinas rojas y amarillas, sostenidas por otros tantos individuos, dibujaran en las gradas del estadio una enorme bandera de Cataluña- tienen un sentido político. Cabe pensar que, en su fuero interno, muchos, si no la mayor parte, de los asistentes a ese partido acudieron allí para ver jugar al fútbol. Pero cabe también imaginar la incapacidad sobrevenida de cada uno de esos individuos para responder con una amable negativa a los agentes que los organizadores de esa demostración colectiva habían dispuesto para poner en manos de aquellos las susodichas cartulinas. ¿Acaso no nos cuesta no tomar de la mano de un repartidor de propaganda el folleto que se empeña en poner en la nuestra, aun a sabiendas de que no nos interesa su contenido? Y más, si ese repartidor se escuda, pongo por caso, tras una pegatina con la insignia de la organización convocante y ésta se muestra arrogantemente segura del éxito de la acción pretendida. Por lo mismo, ¿quién se niega luego a hacer la ola o a agitar el cartón, si eso es lo que hacen, llevados de una intimidatoria unanimidad, los miles de personas que te rodean?

Y se pregunta uno: ¿qué se demuestra con un acto en el que la voluntad individual cuenta tan poco? Al menos, el ñu que muere pisoteado por otros debe intuir que su sacrificio obedece a un secreto instinto de la especie; y no, como en la selva humana, a los muy transparentes designios de una camarilla.

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