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Integrismo

La intransigencia está igualmente extendida entre muchos de los que se dicen progresistas, que son hoy casi todos

Despojado de connotaciones subversivas, el concepto de tolerancia, como el de la propia democracia, ha perdido la fuerza que tenía cuando quienes lo defendían se jugaban -como sigue ocurriendo en muchas partes del mundo- la vida o la libertad en el empeño. Sólo una minoría, por fortuna irrelevante, se permite cuestionarlo, pero sería demasiado optimista pensar que todos los que se llenan la boca con la palabra respeto entienden la cualidad en ambas direcciones, no sólo de los demás hacia uno mismo, sino también a la inversa. Vemos de hecho cómo es repetidamente invocada en los parlamentos, los mítines o las tertulias, escenarios cada vez más intercambiables, por oradores o charlatanes -no buscan persuadir, sino golpear al adversario- que no se caracterizan por su comprensión de las razones ajenas.

Antes de considerar otras virtudes cívicas, es obligado aceptar la diversidad de las sociedades que en nuestro tiempo se han vuelto más abiertas y complejas que nunca, relegando el ideal de la pretendida pureza originaria, las definiciones excluyentes y la aspiración a la imposible unanimidad ideológica, religiosa o moral -distintiva de los individuos o los regímenes autoritarios- a la categoría de ensoñaciones tóxicas. Lo saben quienes no han renunciado a ellas pero deben fingir, al menos de cara a la galería, que asumen esa diversidad por lo demás innegable, aunque no sientan hacia los que consideran extraños otra cosa que desprecio. Debe de ser agotador el esfuerzo por hacer ver que creen en lo que no creen y por eso, cuando se desconcentran o relajan la guardia, les sale el fanático o el integrista que llevan dentro.

Solemos asociar esta conducta a los ultras, pero la intransigencia no tiene barreras y en la práctica está igualmente extendida entre muchos de los que se dicen progresistas, que son hoy casi todos. El dogmatismo que criminaliza sin más las opiniones discrepantes, la obediencia servil a las directrices sancionadas, el desconocimiento de la parte de la historia que no interesa difundir o la reprobación de los medios o los analistas desafectos, son muestras de un modo de entender la política -pero también la cultura, las costumbres o cualquier ámbito donde intervengan las preferencias personales- peligrosamente cercano al funcionamiento de una secta. Mal pueden apostar por la pluralidad quienes conciben la saludable confrontación de ideas como una batalla encarnizada. No son enemigos los conciudadanos que abogan por opciones distintas. Sólo desde una perspectiva inclusiva cabe hablar de comunidades libres.

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