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El catalán es un nacionalismo irredento porque aspira a liberar a otros países más allá de las tierras del Ebro: el valenciano y las Islas Baleares. El mapa se ve todos los días y cada media hora en el canal de noticias de TV3. Y el Rosellón. Faltan Cerdeña, Nápoles, Neopatria y Atenas, que también fueron catalanas. El catalanismo, la pulsión identitaria, ha existido desde el siglo X, pero nunca aspiró a la independencia, sino a hablarle de tú a tú al Rey de Aragón y, después, a Castilla. Escolta, Espanya, de Maragall, es eso. Cuando jugó a separarse de España, siempre perdió. Después de la rebelión de los segadores, Pau Claris optó por poner a Cataluña bajo la protección de Francia, melancólico de la supuesta libertad de aquellos condados carolingios de la Marca Hispánica. Los frieron a impuestos y, sobre todo, los inundaron de manufacturas francesas, que es lo que más teme un buen comerciante catalán: tener que comprarle a otro. Tanto aborrecieron a Francia que medio siglo después, en la Guerra de Sucesión, se pusieron del lado del archiduque Carlos y en contra del Borbón. Cuando más resistían, su efímero Carlos III los dejó tirados para ocupar el trono de emperador que la muerte de su hermano dejó vacío. Sólo les lloró Inglaterra, pero se quedó con Gibraltar y Menorca. Ahora no tienen ningún aliado y Carles sigue en Flandes.

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