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Es Jueves Santo

El niño recuerda aquellos Jueves Santos de su infancia que nada tienen que ver con los de ahora

El niño recuerda aquellos Jueves Santos de su infancia que nada tienen que ver con los de ahora. No eran días festivos, sino tristes. La fecha figuraba en los almanaques que acompañaban a las cajas de mantecados de Estepa, mitad en negro y mitad en rojo, porque solo era fiesta a partir de las tres de la tarde. Hasta esa hora era día laborable.

La Guardia Civil que escoltaba los pasos iba vestida de gala, pero con el arma hacia abajo en señal de luto. Las campanas enmudecían hasta las doce de la noche del Sábado Santo, momento en el que volteaban por toda la ciudad y en todas las casas se hacía el mismo comentario: ya ha resucitado el Señor. Hasta entonces, sólo se oía el crujir de la matraca. El niño recuerda ese sonido lúgubre, triste donde los haya, ese chasquido de las bolas de acero golpeando la madera que daba miedo cuando se oía al anochecer, en señal de duelo por la muerte del Señor.

Los altares de las iglesias habían estado ocultos por velos morados durante la cuaresma, indicando que sólo Dios y el sagrario eran merecedores de nuestra atención. Las emisoras de radio suprimían su programación habitual y emitían música sacra, generalmente las Pasiones de Bach y el Miserere de Eslava. Si al niño se le ocurría cantar algo en casa, inmediatamente la voz de los mayores le reprendía: "Niño, calla, que el Señor está muerto". Las salas de cine sólo proyectaban películas de tema religioso y los estrenos más importantes del año se reservaban para el Domingo de Resurrección, como símbolo de que había vuelto la luz, la alegría de vivir.

El niño recuerda aquellos Viernes Santo tristes y solemnes a la vez -el día más grande del año, decían-, a su padre, su hermano y sus tíos vestidos de nazarenos de San Isidoro. El regreso al filo de la media noche por una solitaria calle Francos y una costanilla a oscuras con apenas un grupo de vecinos esperando a la hermandad al llegar a la Pescadería. Ni banda, ni música de capilla, solo el sonido del paso de los costaleros, algún crujido de la madera y la voz suave de Rafael Franco mandando sin aspavientos. Un poco más tarde el muñidor de la Mortaja, con su sonido fúnebre que recordaba a los entierros de la Santa Caridad. El niño sentía miedo. La Alfalfa estaba vacía. Las luces apagadas. Los bares cerrados. La gente callada. El niño mira hacia atrás, recuerda los versos de Montesinos y toma conciencia del paso del tiempo.

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