CUANDO un país está sumido en una profunda depresión colectiva, necesita descubrir un referente moral que despierte la admiración y el respeto de la mayoría de la población. Y eso es lo que ha conseguido el juez cordobés José Castro, quien logró elevar la moral de todo el país con su decidida actitud frente a Iñaki Urdangarín durante el fin de semana pasado. En un país en el que los funcionarios que atienden las ventanillas oficiales suelen estar tomando café, y en el que nadie se responsabiliza nunca de nada, y en el que cualquiera de nosotros le exige al médico del SAS un TAC urgente porque le duele el dedo gordo -sin pensar que algún día, si nos seguimos comportando de una forma tan irresponsable, no será posible seguir haciendo TAC a quien los necesite de verdad-, fue un inmenso alivio colectivo comprobar que había un funcionario que estuviera trabajando en un fin de semana durante doce horas al día. Y en un país de enfermos imaginarios y de empresarios que despiden a un empleado eficiente sólo por ganar tres euros más, fue un honor averiguar que había alguien que estaba dispuesto a trabajar a destajo en defensa del bien común, ese concepto que casi todos nos saltamos a la torera porque sólo pensamos en nuestros pequeños intereses personales.

Nuestra pánfila legislación económica es de una laxitud casi suicida en materia de delitos monetarios y fiscales. Sin que sepamos muy bien por qué, esos delitos prescriben a los cinco o a los diez años, cosa que impide que la mayoría de esos delitos sean castigados, sin que por el momento ningún gobierno se haya planteado cambiar una legislación propia de la bienaventurada tierra de Jauja. Pero eso mismo hace imprescindible que alguien intente aplicar la ley, por benévola y blanda que sea, e interrogue de forma exhaustiva a los sospechosos, porque ya es hora de que los privilegiados y los sinvergüenzas descubran que hay conductas ilegales y que no todo les está permitido.

No sabemos aún si Iñaki Urdangarín es culpable o no, pero lo que parece claro es que su conducta en el manejo de dinero público fue de una irresponsabilidad que rozaba la desvergüenza. Y lo que más nos molesta de su actitud es que Urdangarín parecía estar convencido que tenía un derecho especial a hacer lo que hizo, por moverse en el círculo en el que se movía y por ser quien era. Ni siquiera -y esto es lo más humillante- parecía consciente de que estaba haciendo algo ilegal o reprobable o siquiera inadecuado. Llevarse dinero público, inflar los presupuestos y quedarse con contratos irregulares le parecía una especie de derecho inherente a su posición. Y esto, repito, es lo que más nos duele a todos. De momento sólo tenemos al juez Castro para consolarnos un poco. Brindemos por él.

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