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José Aguilar

Justicia para Marta

SERÁN muchos, veinte años, para el asesino de Marta del Castillo, Miguel Carcaño, que desde ayer no es sólo confeso, sino también convicto, tras ser condenado por la Audiencia de Sevilla. Pero son pocos para los padres de la desdichada Marta, que salió una noche de su hogar, hace tres años, cuando tenía 17, y ya no la volvieron a ver y sólo saben que está muerta y que ellos no pueden ni enterrarla dignamente.

Es completamente lógico y comprensible que la familia de Marta, cuyas vidas han sido destrozadas por el crimen abominable, se sienta abatida, abandonada e indignada. La indignación es compartida por una amplísima mayoría social, que se ha topado con una evidencia brutal que se presentía desde el principio: que la desaparición del cuerpo de Marta -buscada, planeada y ejecutada, no casual, que conste- iba a convertirse en obstáculo insalvable para esclarecer el caso y, por tanto, para hacer justicia en toda la extensión de la palabra.

Quienes buscaron, planearon y ejecutaron la desaparición del cadáver (según la sentencia, Carcaño, el Cuco y una tercera persona "desconocida") para ocultar el asesinato sabían perfectamente lo que hacían, y se han salido con la suya: borrar las huellas de su culpabilidad o complicidad y evitar que los indicios y las sospechas, las confesiones y los testimonios configuraran un relato probado de los hechos de aquella noche aciaga de enero de 2009. En contra de lo que comúnmente se piensa, los magistrados de la Audiencia no podían actuar de modo distinto a como han actuado. Si la destrucción del principio constitucional de la presunción de inocencia no se basa en pruebas indubitables, los jueces hubieran prevaricado. Así funciona nuestro sistema jurídico-penal, por muy doloroso que resulte para unos padres profundamente defraudados e incomprensible para una sociedad conmovida.

No sé si la instrucción judicial fue deficientemente dirigida, pero es innegable que el trabajo de los investigadores policiales dejó mucho que desear, aun dentro de su dificultad objetiva. Ni fueron capaces de extraerle la verdad a un grupo de niñatos asociales (Carcaño, el Cuco, ese Samuel que confesó su complicidad en comisaría) o, en su caso, de encontrar los elementos probatorios que la respaldasen, ni hallaron el cuerpo de Marta, el factor determinante de que estemos como estamos. En el caso Marta se han dado la mano una notable falla profesional y la voluntad triunfante de unos delincuentes que combinan la maldad con la inteligencia.

Quizás nunca sepamos qué ha sido de Marta. Quizás sólo quede, al cabo de los años, esa familia justamente abatida e indignada a la que los jueces no han podido hacer justicia del todo.

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