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Legalidad

Cualquiera diría que la legalidad, de la que tanto se oye hablar últimamente, permite demasiadas trampas

Cada vez que trasciende uno de esos listados de evasores en los que figuran gentes señaladas, sean ricos de toda la vida, millonarios sobrevenidos, políticos de relumbrón o delincuentes especializados en el blanqueo de capitales, escuchamos las mismas justificaciones y los mismos lamentos, pero debe de haber una razón fundamental, incomprensible para los profanos, que impida acabar con la práctica impunidad de una costumbre familiar -muchos de los cogidos en falta les echan la culpa a los ascendientes, la clásica herencia del abuelo- que por lo demás, como explican con cierta displicencia los abogados, no siempre puede catalogarse como delito. Nunca falta de hecho, en la habitual cadena de reacciones, el analista que afirma compungido -y desde luego con razón- que no todo lo que es legal resulta éticamente aceptable.

Por qué entonces no se adecuan las leyes a la ética, se preguntan los pobres diablos, incapaces de entender que los contribuyentes acaudalados tengan tantas facilidades para defraudar cantidades que equivalen, en su conjunto, al presupuesto de países enteros, la mayoría de cuyos ciudadanos no dispone de avezados asesores ni sabe nada de ingeniería financiera. Cualquiera diría que la legalidad, de la que tanto se oye hablar últimamente, permite demasiadas trampas, de modo que individuos en teoría intachables pueden comportarse -sin incurrir en conductas judicialmente punibles- como malhechores o sinvergüenzas.

Cuentan los que se han visto en la tesitura que un momento, digamos, cómico, del ritual para la compra de una vivienda, sucede cuando el notario, profesión honorable donde las haya, sale discretamente de la habitación para no presenciar la parte opaca del trato, que según parece incluye por sistema un porcentaje en negro. Sabe Dios. Nuestro único contacto con el gremio tuvo lugar en la remota edad analógica, cuando un casero de trazas dickensianas nos citaba mensualmente en su despacho, es de suponer que anejo a la residencia, donde recibía en bata, una bata muy historiada que sólo podrían vestir con dignidad los notarios de postín o las divas retiradas del espectáculo. El hombre contaba con admirable pulcritud los billetes, los guardaba ceremoniosamente en un sobre y a continuación nos daba consejos paternales -por desgracia desatendidos- para prosperar en la vida. Se iba uno de allí con una idea más bien confusa de la moral inmobiliaria, pero ya sabemos que la moral es un asunto bastante más relativo de lo que sostienen, cuando no están contando billetes, quienes denuncian la laxitud relativista.

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