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Paisaje urbano

Eduardo / osborne

Lluvia de abril

CUANDO escribo, llueve como no lo ha hecho en todo el año sobre la ciudad, con las nubes jugando al escondite entre un cielo gris plomo, dejando en mal lugar a los profetas folclóricos de la luz y los olores, ahora que parecía que el invierno había cogido discreto la ruta de las carabelas y llegaba por fin la primavera, cada año más tímida y esquiva, como una antesala amable y silenciosa del temible verano. Esta lluvia de abril tendrá muy buena prensa entre escritores y poetas, y a buen seguro contribuirá a verdear las sierras y los campos, pero lo que es aquí nadie le quita su carga de invitada inoportuna y aguafiestas, nunca mejor dicho, como la trastada de un niño travieso, como un oxímoron en un poema malo.

A pesar de todo, la lluvia en fiestas no tiene la misma significación en la Semana Santa que en la Feria. En la primera, su aparición por muy anunciada que esté (y suele estarlo cada vez con predicciones más precisas) siempre tiene un componente de tristeza, de desilusión resignada difícil de encajar, que no se encuentra en la Feria. En la fiesta de las grandes verdades (Amor, Amargura, Gran Poder, Esperanza, Cachorro…) cualquier obstáculo a la celebración es una cosa muy seria, una pena colectiva que te deja descolocado para el resto del día. En la Feria, sin embargo, la lluvia no deja de ser un mal menor, un pequeño contratiempo, fuente de melancolía de flamencas cubiertas con los capotes de los jinetes, y los profesionales del tema tienen recursos de sobra para superar éste y cualquier otro obstáculo.

Debe ser porque, en el fondo, la Feria no es más que una gran mentira recreada por la ciudad con los restos de nuestra tradición romántica y costumbrista, donde casi nada es lo que parece. Ybarra y Bonaplata no tenían ni idea de lo que estaban poniendo en pie, y yo creo que si levantaran la cabeza se volvían a sus prósperas industrias vasca y catalana. Ni la más flamenca de todas con su traje de lunares de estreno es gitana, ni aquel del traje albero con el clavel reventón saliéndole de la chaqueta tiene un cortijo en Utrera, ni las copas que asoman en los corrillos de los señores delante de las casetas son siquiera de fino. Pero se trata de una mentira tan nuestra, tan efímera, casi tan piadosa, que con poco que nos den todos los años hacemos por creérnosla. Y si llueve, ya nos preocuparemos de buscar el sol en las botellas de Tío Pepe.

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