La tribuna

José Manuel Gómez Muñoz

Luz verde a Lisboa

DESDE el 29 de octubre de 2004, momento en el que los veinticinco Estados miembros de la Unión Europea aprobaron el Tratado Constitucional, que finalmente no fue ratificado, hasta la celebración, esta misma semana, del Consejo Europeo en Bruselas, van a pasar exactamente cinco de los más desasosegantes años de toda la historia reciente de Europa. La previsible ratificación final del Tratado de Lisboa por parte de la República Checa, casi dos años después de su aprobación, pondrá el epílogo a un proceso poco edificante en el que los irlandeses se han tenido que pronunciar en referéndum dos veces sobre la misma cuestión, donde los británicos y polacos han puesto toda clase de objeciones a la Carta de Derechos Fundamentales y donde, en definitiva, la clase política europea se ha retratado al natural, con todas sus vergüenzas al aire.

El Tratado de Lisboa, que es un tratado virtual, pues carece de eficacia propia como cuerpo jurídico, es la modificación y puesta al día del Tratado de Roma o Tratado de la Comunidad Europea, que pasa a llamarse Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, y del Tratado de Maastricht o Tratado de la Unión Europea (TUE). Si a ello le sumamos la Carta de Derechos Fundamentales aprobada en Niza el 7 de diciembre de 2000 y adaptada en Estrasburgo el 12 de diciembre de 2007, tendremos un cóctel que permitirá a los Veintisiete seguir adelante en la vía de la cohesión económica, social y política del Viejo continente. El melting pot europeo se dota así de tres pilares jurídicos esenciales para configurar las reglas de poderes, competencias, derechos, obligaciones y procedimientos normativos que rijan su funcionamiento, al menos, hasta la próxima ampliación de la UE. No olvidemos que Croacia, Serbia, Macedonia y Turquía esperan con impaciencia a las puertas.

Cuesta creer que la batalla por el artículo 6 TUE, aquél que dota a la Carta de Derechos Fundamentales del mismo valor jurídico que los Tratados, se haya convertido en el Stalingrado político de esta guerra aparentemente incruenta donde las primeras víctimas han sido los propios valores y convicciones democráticas. Es lo que tiene la ampliación, un vecindario antiguo de larga tradición jurídica y democrática que ha de compartir comunidad con unos nuevos inquilinos a los que los derechos fundamentales les parecen un incordio. Mercado, los nuevos sólo quieren mercado y el Tribunal de Justicia de la UE ya ha empezado a dar preocupantes muestras -sentencias Viking y Laval, entre otras- de que ese mercado puede pasar como una gran ola solitaria sobre derechos sociales fundamentales y terminar convirtiéndose en la piedra de toque de todos los derechos en Europa.

Para conjugar esos miedos será preciso aprovechar las grandes oportunidades que el Tratado de Lisboa nos ofrece a los europeos. El mayor protagonismo legislativo del Parlamento Europeo mediante el procedimiento de codecisión, que pone a esta institución electiva en pie de igualdad con el legislador tradicional, el Consejo, permitirá que iniciativas como la Directiva de las 65 horas no puedan ser aprobadas sin pasar antes por el filtro democrático de nuestros representantes.

Los Parlamentos nacionales, a su vez, podrán controlar que la intervención de la UE se realice siempre dentro de los márgenes del principio de subsidiariedad, esto es, que en los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Unión sólo intervenga cuando los Estados no puedan por sí mismos alcanzar los objetivos de la acción pretendida. Del mismo modo, el principio de atribución reparte por vez primera de manera taxativa las competencias compartidas, exclusivas y de cooperación o complemento entre los Estados y la Unión, que pasa a tener personalidad jurídica propia.

Que la toma de decisiones en el Consejo para las diferentes políticas comunitarias pase a estar regida por la regla de la mayoría cualificada, y no por la unanimidad, agilizará y dinamizará el proceso legislativo. A partir de 2014, la mayoría cualificada se alcanzará cuando los votos favorables representen, como mínimo, el 55% de los Estados miembros y el 65% de la población. Un presidente electo por dos años y medio representará a Europa frente al mundo, y un Servicio Europeo de Acción Exterior junto a un Alto Representante para Asuntos Exteriores serán la cara visible de Europa como actor en un escenario global. Una voz única para Europa en todos los rincones del planeta.

Poder llevar ante el Tribunal de Justicia reclamaciones basadas en los derechos fundamentales reconocidos en la Carta de Derechos será una doble garantía de indemnidad, junto con la de los Tribunales Constitucionales, para nuestros derechos. Hacer, como proclama el artículo 3 TUE, que el mercado interior de la Unión Europea se base en una economía social de mercado altamente competitiva es poner el énfasis en la necesidad de mantener el modelo social europeo, más allá de los paradigmas clásicos del mercado, productividad, flexibilidad, competitividad. Lisboa es, decididamente, un salto cualitativo hacia un futuro más democrático, transparente, eficaz y seguro para Europa. Que lo veamos.

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