TRÁFICO Cuatro jóvenes hospitalizados en Sevilla tras un accidente de tráfico

La tribuna

Emilio Gónzalez Ferrin

Mafalda en Teherán

LA sociología y el islam vienen siendo una pareja de hecho tan recurrente como el psicoanálisis y el sexo. Detrás de cada acción y omisión en el gajo del mundo con mayoría de musulmanes, se esconde siempre una oscura sinrazón islámica flotando impertérrita. ¿Dictadura, represiones, malos tratos? Qué se le va a hacer, es lo que tiene la Charía. ¿Que hace frío o sube el pan? Ojeada al Corán. El cherchez la femme de Alejandro Dumas -padre- se traduce en árabe (o turco, persa, urdu) por la búsqueda de un buen hadiz, o cualquier consejo en el sermón mezquitano de los viernes. Si no fuera por el islam, Arabia Saudí sería el epítome de la democracia ateniense, y Afganistán se cubriría de prados verdes pespunteados por vacas suizas. Así -reconozcámoslo con lo más granado de nuestra intelectualidad- el islam es un mero problema de adecuación cronológica, como el gotelex o los zapatos de rejilla. Y -como dice el otro- gracias a la Reconquista nos hemos salvado de tener Guardianes de la Revolución en lugar de eurodiputados.

Poco más se puede argumentar con el muerto ya en el hoyo. El rojo de ayer -el nazi de anteayer- es el moro de hoy, y aquí hay mucha pluma y tertuliano por alimentar como para andarse con monsergas contra el pensamiento único y coral. El resto del mundo está tan loco como los romanos de Astérix, y al final lograremos la completa ocupación hotelera de nuestras católicas costas con el lema de aquella señora del Imserso: "Yo prefiero esto. Una vez estuve en el extranjero, pero no me gustó". Qué raro es el resto del mundo.

Entretanto, podríamos echarle un vistazo a la mejor novela gráfica de la iraní Marjane Satrapi -Persépolis-. Esa niña de Teherán sorprendida en los ochenta por una revolución que pensaban eso, revolución, pero acabó llamándose revolución islámica. Comenzaron queriendo echar a un dictador medieval propietario de un país y se encontraron de pronto con que volvía vestido de ayatolá. A la niña Marjane le gustaban tanto los velos como a Mafalda la sopa, pero poco puede hacerse ya con un mundo entero convencido de que existe un gen islámico de velo y barbas que configura extrañas anatomías ajenas a la razón. También entretanto, podríamos dejar de babear discursos sobre presuntos valores democráticos inexistentes en un país cuyo pueblo se echa a la calle cuando olisquea un pucherazo.

En Irán, la muy próspera y despierta vertebración social utiliza consignas teocráticas al modo en que puedan usarse en el resto del mundo manuales como El arte de la Guerra de Sun Tzu o ¿Quién se ha comido mi queso? Pero, desengañémonos: el islam no es la razón genética o psicoanalítica; es la imprimación legitimista de una nomenclatura llamada Guardianes de la Revolución cuyo objeto de poder es el tejido empresarial de un país enormemente rico. Esos guardianes cuentan con un discutidísimo somatén llamado Fuerza de Resistencia Basich, que, a modo de guardia pretoriana, vela por un régimen, no por un país o religión. Mucho menos por un pueblo, adulto y formado, que vive hoy una fiebre de crecimiento en las calles de Teherán.

Una parte del pueblo iraní se ha cansado del régimen, no de su país o religión. Se ha cansado de un cierto discurso belicista, numantino, madrigueril, y un particular miedo a la paz que ha cohesionado y silenciado voluntades durante treinta años. Aquella Fuerza de Resistencia Basich se creó en el 79 no contra nuestras playas, catedrales y bodegas, sino contra Iraq. El lema del ayatolá Jomeini para crear esta contrata paramilitar de voluntarios, fue entonces el siguiente: "Un país con 20 millones de jóvenes tiene 20 millones de tiradores y nunca será derrotado". Hoy por hoy, parece que la vida -pública y privada- prima sobre la victoria, pero no es fácil jubilar decenios de adoctrinamiento.

La analista iraní Shahla Azizi decía hace cuatro años que en Irán no hay pulsos por el poder porque sólo hay un brazo, el del régimen. Las actuales calles de Teherán viven una apuesta inigualable en el llamado movimiento silencioso, cuyo contraste con los incendiarios lemas revolucionarios de hace treinta años debería hacer pensar a una nueva generación de analistas occidentales, más que hacer rumiar a los de siempre. Porque el periódico Etemad Meli -que significa confianza nacional-, su mentor ideológico Mehdi Karrubi y el adalid del cambio posible, Musavi, representan una oportunidad única de normalización popular.

Si este cambio de discurso islámico consiguiese el efecto dominó que provocó la revolución de Jomeini, nuestros afanosos contertulios deberán buscar nuevos malos en el horizonte mediático. Porque -hoy por hoy- ya quisiera el resto del espacio islámico contar con un pueblo tan seguro de sí mismo como el iraní. Ojalá se moje la pólvora.

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