FERIA Toros en Sevilla hoy | Manuel Jesús 'El Cid', Daniel Luque y Emilio de Justo en la Maestranza

ESTARÁN siguiendo, supongo que con el mismo horror que yo, las desventuras de Malala Yusufzai, la niña paquistaní tiroteada cuando volvía del colegio por los talibanes en la ciudad de Mingora, la principal del Valle de Swat. El delito de Malala, aquél por el que estuvo y está sentenciada a muerte, consiste en defender la educación para todos. Valiente como pocas, en 2009, con sólo 11 años, comenzó a escribir un blog, publicado en el servicio urdu de la BBC, en el que relataba el sufrimiento provocado por la tiranía talibán. No es que pidiese venganza ni el exterminio de nadie. Malala, niña al cabo, entonces bajo el seudónimo de Gul Makai, se limitaba a reclamar públicamente la posibilidad de jugar, de cantar, de llevar la ropa que le apeteciera y, sobre todo, de aprender, siendo mujer, en condiciones de igualdad.

Más tarde, tras el desalojo de los talibanes de aquella zona, trascendió el verdadero nombre y se puso rostro al espíritu rebelde e inquebrantable de quien se había atrevido a cuestionar las falacias del talibán y a denunciar su fanatismo inadmisible. Llegaron en ese momento los reconocimientos, sí, pero también la fiera encontró objetivo, una presa frágil y fácil en la que escarmentar cualquier asomo de libertad.

Asusta la pavorosa frialdad con la que el portavoz de los talibanes agrupados bajo las siglas TTP, Ensanulá Ehsán, justifica el intento de asesinato y dictamina que matar a Malala es "una obligación bajo la sharía (la ley islámica)". La muchacha, añade "fue atacada por su papel pionero en la prédica del secularismo y de la llamada ilustración moderada". Por esto, concluye, ella y los suyos, ahora o cuando sea, han de perecer. Y aunque ya han reaccionado numerosos expertos islámicos paquistaníes que, incluso, han emitido una fatwa o decreto religioso desmontando la interpretación ignorante y profundamente equivocada que hacen los talibanes de la ley coránica, la existencia creciente, en ese universo confuso y convulso, de grupos ultraortodoxos sedientos de poder y de sangre no deja de ser una preocupante realidad.

Mientras la niña lucha por su vida (y por su dignidad, que a la postre son lo mismo), a mí me rondan dos ideas: la primera, que jamás entenderé a quien se empeña en envilecer a su dios, en adjudicarle mandatos y deseos que, sin duda, de provenir de él, le harían minúsculo, despótico, humano en el peor sentido del término; la segunda, que la peripecia de Malala, lúcida y sensata hasta el extremo, avergüenza la molicie de nuestro propio mundo, a menudo incapaz de valorar el don del conocimiento, despilfarrador de oportunidades, voluntaria y estúpidamente cerrado a una luz que aquí se le regala.

Para los ciegos y para los que se tapan los ojos, Malala es, desde luego, un símbolo incómodo. Casi tanto como admirable resulta su coraje, su insólita capacidad de lucha, su afán de saber y su madurísima coherencia.

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