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HAY profesiones que resisten mejor que otras al torbellino que engulle los puestos de trabajo, y hay otras que surgen precisamente del maelstrom que nos arrastra no sabemos bien adónde. Los ingenieros, cómo no, pero también las profesiones sanitarias parecen haber conseguido anclarse en medio de una corriente que sacude a la mayor parte de las profesiones. También resisten como menhires los oficios tradicionales: carpinteros o fontaneros son a día de hoy valores en alza, y comienza a resultar una promesa irresistible pronunciar al oído de la chica deseada aquello de "seré mecánico por ti" que cantaba Kiko Veneno, ese músico visionario catalano-andaluz. De hecho, lo que llamamos Formación Profesional es una de las categorías laborales que más se acerca en nuestra tierra al pleno empleo, ese mito que, con sólo mentarlo, provoca risa floja y que sólo hace año y medio llenaba la boca de muchos políticos ensoberbecidos por los destellos de la burbuja. Hay que decir, sin embargo, que la formación profesional no ha cuajado como hubiera sido deseable en el Sur.

En otros territorios, como el País Vasco, sí ha gozado de una mayor consideración, normalmente alrededor de distritos industriales que por aquí son islotes entre los dominios de una agricultura que tiene más peso social que participación en el PIB y, sobre todo, del polimórfico y más vulnerable sector servicios. En Alemania y otros países se conoce a estas profesiones de clara formación práctica como enseñanza vocacional, y su implantación y reconocimiento social es muy superior a la que, al menos hasta ahora, tienen en general en nuestro país. De hecho, a quienes ejercen aquí en esta categoría se los llama comúnmente y con un poco de guasa "artistas", por lo escasos que son y la importancia que, a falta de prestigio público, se arrogan algunos, y no sólo en la cuantía de la factura con desplazamiento incluido. Son pocos, ergo son caros: primer principio de la economía de mercado.

Ahora, en pleno concurso carnavalero, evoco la única letra que he conseguido retener de una chirigota gaditana: "Yo soy el titi de Cai , el inconfundible, más chulo imposible, que lo mismo te quita un fregao que cambia un fusible, porque soy apañao, apañao, apañao, apañao..". En una estrofa previa cantaban: "yo creo que la crisis nos ha ayudao, fíjate (...) cobrando el salario social, desprendo más arte que un marajá": A ver quién niega que la historia se repite: corría el año 1994. Sin embargo, algunos no somos apañaos, ni tenemos vocación ninguna por el chapú. Por eso, de entre las profesiones que, como pino junto a la ribera, no hay quien las mueva hacia la cola del paro, surge una nueva y rutilante. La conocí hace un par de días al sacar el correo del buzón: Marido a domicilio. Se ofrecen, sin miramientos, directamente a la dueña de la casa. Le colocamos unos espiches, le saneamos un tabique, le damos una manita de pintura al cuarto de la niña o le cambiamos la dichosa zapata del grifo de la pileta. O lo que haga falta señora: si su marido es un escaqueado, un vago, un homer que habita en el sofá o, sin dolo alguno, es un inútil, aquí está el tío. Cubriendo necesidades del mercado; y lo de cubrir va sin segundas. Bueno, no del todo. He indagado en la procelosa red de redes y he sabido que la denominación marido a domicilio tiene muchas entradas en Google, y en no pocos casos acaban ofreciendo un completo o cobro en especie. No diré más.

Y otro detalle: la cosa parece provenir de... ¡Argentina! De dónde si no. ¿Se han dado cuenta de lo que nos estamos pareciendo a nuestros íntimos rivales del Cono Sur? Messi, a la roja.

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