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La tribuna

Adela Muñoz Páez

Melodía de seducción

UNA raya oscura en el párpado inferior, un poco de rímel, uso liberal del ungüento de color marfil para tapar una ojera o una mancha inoportuna, un toque de colorete hacia las sienes y, para rematar, un repaso con la barra de labios. Ropa cómoda pero seductora que huya del fragor de las modas; unos pendientes a juego que añadan luz a la cara; lencería de buen diseño, los encajes y blondas son opcionales; pelo más bien despeinado, que los lacados ya no se llevan; zapatos estilizados y, a ser posible, cómodos. Todo esto en quince minutos escasos, porque esperan atascos, aparcamientos en doble fila frente a los colegios, interminables jornadas laborales, reuniones, comidas, gimnasios, compras, deberes… ¿Es la tiranía de la imagen la nueva esclavitud de la mujer?

El Gobierno de Teherán, siempre preocupado por la felicidad de las iraníes, así debe de entenderlo, porque tiene prohibido el uso del maquillaje e instó a la Policía a perseguir seriamente los vicios sociales de las mujeres. Siguiendo esa misma línea, en el vecino Iraq, como entre atentado y atentado el Gobierno no tiene tiempo de ocuparse de tales zarandajas, sus ciudadanos varones están resolviendo el problema de una forma directa y eficaz. Primero, escribiendo en las paredes de los edificios mensajes claros del tipo "Si te maquillas, morirás"; luego, matando y mutilando los cadáveres de las que osan no seguir tales recomendaciones. Tras la repugnancia y la indignación que se siente al leer estas noticias en los periódicos, se abre paso la sorpresa: ¿es que las mujeres se pintan en esos países donde van cubiertas con tantos trapos? Si es así, ¿para qué?

En la película El Buda estalló por vergüenza, ambientada en Afganistán, la escena más tierna y divertida es la que muestra a la protagonista, una niña afgana de seis años, el día que lleva a la escuela una barra de labios que le ha quitado a su madre y, en un descuido de la maestra, las niñas de la clase se van pintando unas a otras hasta que todas terminan, en medio del jolgorio generalizado, con las caras llenas de churretes colorados. La película transcurre en la desolada región de Bamiyan, con los nichos vacíos de los budas como telón de fondo, donde la protagonista vive con su madre y su hermano pequeño en una especie de cueva. Al parecer, en ese paupérrimo Afganistán se pueden encontrar pintalabios.

Si salimos de la parte del mundo en que ocultan a las mujeres bajo trapos y llegamos a la India, resulta llamativa la elegancia con que allí llevan los saris multicolores y hacen tintinear sus pulseras. No se sabe qué atrae más la mirada del extraño, si las pilas imposibles de ladrillos de adobe que cargan en la cabeza o sus ojos ribeteados de negro y el hermoso punto rojo que los corona. Pasando a África, vemos mujeres acarreando agua y algún chiquillo a la espalda, a la vez que lucen su esbeltez enfundadas en pobres pero bellas túnicas que pregonan el poderío de su etnia. Y si llegamos hasta América, nos encontramos con los trajes multicolores de lana de alpaca de las mujeres del altiplano andino, graciosamente tocadas con curiosos sombreros.

Pero esto no es nada nuevo, las mujeres se han acicalado desde hace miles de años. El pigmento negro khol para delinear los ojos lo han usado las mujeres de África y Asia desde tiempos inmemoriales, y las historias de la destreza en el arte del maquillaje de las antiguas egipcias son legendarias. No obstante, ha habido excepciones y en muchas sociedades dominadas por el fanatismo religioso se ha intentado esconder el cuerpo femenino, caso de los musulmanes wahabitas de Arabia Saudí o los protestantes de algunas sectas ultraconservadoras de Holanda o Estados Unidos.

A la vista de todo esto cabe preguntarse: ¿es verdaderamente la presión social de nuestra decadente sociedad de consumo la que lleva a las mujeres a dedicar tiempo y energía a mejorar su apariencia o es una tendencia innata en ellas? Esta es una pregunta de respuesta tan compleja que ha traído de cabeza a sociólogos, historiadores, feministas y editores de revistas femeninas. Lo que está claro es que es un auténtico filón comercial que, por ejemplo, ha llevado a Lilianne Bettencourt, la francesa propietaria de la firma de cosméticos L´Oreal, a la cabecera de la lista Forbes de mujeres más ricas del mundo.

Pero, dejando aparte el intrincado mundo del negocio capitalista y el feminismo teórico, ¿qué mujer, en alguna ocasión, no habría dado cualquier cosa por poderse vestir con rayos de luna para resultar irresistiblemente atractiva a los ojos de alguien?

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