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Visto y oído

Francisco / Andrés / Gallardo

Mesonera

NO se puede encarar Águila roja con ojos rigurosos. En Águila no se habla de Historia, sino de aventuras. Hay que perdonar que el protagonista busque sus orígenes en un barranco, se deslice con arnés y encuentre unos tomos aceptablemente conservados en medio del campo. Los detalles de Águila roja hay que verlos con ojos juveniles de tebeo. Hay que aceptar el carro de presos (aunque los galeotes de don Quiijote fueran a pie), el campo de concentración de estilo nazi con guardianes pertrechados con certeros mosquetones y el pozo ciego en la misma tienda donde dormitan los reclusos. Hay que aceptar esa escuela de pueblo con métodos de enseñanza más avanzados que los maestros de la última posguerra. O que cualquiera, como Satur, se aliste para ir a América como quien se apunta en una media maratón en la oficina del pueblo.

Águila roja regresó anoche sin remilgos historiadores y con una elaboración que está por encima de la media nacional en materia de ficción. Apuran la producción. Eso la salva de la hoguera. Parece que es una historia de época pero en realidad son personajes de hoy en día disfrazados, a medias entre el culebrón y las peripecias de un Jackie Chan cañí. El ninja de David Janer es simplemente un superhéroe ambientando en un mesón de carretera castellana.

Los malos son demasiado malos y sobreactúan en demasía: esa marquesa (Miryam Gallego) amenazando en la bañera a la sobrina, la de los temores de haber perdido la virginidad antes de tiempo; ese cardenal (José Ángel Egido) de mirada de desprecio; ese comisario malvadote en cueros negros; ese Alberto San Juan, ex de Margarita, con su pasado recluso. Ese Cádiz, aunque fuera Sevilla entonces el puerto de conexión con América. Con la nueva temporada aparecen todavía más caballos en Águila roja: para que parezca que hay pasta.

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