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tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Mitologías de la indignación

ALREDEDOR del movimiento de los indignados han ido creciendo (¿como setas?) una serie de mitologías que casi nadie, no sabemos muy bien por qué, se está encargando de desmontar. La más recurrente tal vez sea la que incide en su representatividad. Ellos mismos lo repiten incesantemente: "aquí estamos representando a la sociedad española", y no son pocos los que de forma indudablemente bienintencionada se hacen eco de la consigna. Joaquín Pérez Azaústre, por ejemplo, en un artículo reciente, se refería a "unas acampadas que no han representado sólo a estos varios miles de indignados, sino también al resto del país". ¿Cómo puede saberlo?, me pregunto. El único dato objetivo del que disponemos es que el 22-M, en plena catarsis del movimiento, en este país votó un 63, 97%, algo prácticamente inalcanzable en cualquier otro país europeo.

El problema de este tipo de fenómenos, típicos de sociedades negligentes en aplicar pedagogías de funcionamiento democrático (¡Ay esa "educación para la ciudadanía" que nuestra derecha se resiste a aceptar!), es que suelen acaban incurriendo en una suerte de infantilismo moral en donde se pide A y no A al mismo tiempo. En el caso de los indignados (qué lástima que no podamos hablar, en su lugar, de un movimiento de los ilustrados) reivindican, por una parte, una democracia directa y participativa, pero al mismo tiempo se arrogan una fantasmagórica representación que se compadece mal con la asistencia, más bien anecdótica, a las concentraciones.

Aquí solamente caben dos posibilidades que resultan incompatibles entre sí: o bien cada indignado se representa, única y exclusivamente, a sí mismo, y habremos de determinar entonces que su grado de representación social es más bien ínfimo o, por el contrario, asumen, no sabemos en virtud de qué indicios, la representación indirecta de quien no está ahí para representarse, pero tendrán que explicar, en tal caso, en qué se diferencian de las formaciones políticas al uso y demostrar, presentándose a unos comicios, el grado de representación real que dicen tener, pero hasta entonces deberían dejar, por una simple cuestión de decencia, de apropiarse de la voz de esa gran mayoría que, más o menos descontenta, sigue considerando que sus únicos representantes legítimos son los que ha validado con su voto.

Me duele mucho ejercer de aguafiestas de las beatíficas consideraciones que ha suscitado este movimiento de salvapatrias espontáneos, pero, desde mi punto de vista, lo que lo ha caracterizado desde sus inicios han sido una serie de actitudes profundamente antidemocráticas. En primer lugar, la irrupción en los prolegómenos de una campaña electoral, introduciendo un ruido comunicativo en la posibilidad de mensaje de los partidos. Podrá aducirse, por supuesto, que la campaña estaba resultando perfectamente anodina: dejen que sean los electores quienes con su voto o su abstención lo decidan.

En segundo lugar, la okupación ilegal de los espacios públicos, a pesar del fallo en contra de la Junta Electoral Central y con la complicidad de un ministro del Interior que se ha estrenado como candidato a la Presidencia del Gobierno confirmando todas las suspicacias que genera su inquietante figura; en tercer lugar, el trasfondo político de la mayor parte de las consignas, algunas de las cuales, "El pueblo unido funciona sin partidos", las podría haber suscrito el mismísimo Franco; y por último, y como guinda de esta tarta informe y gelatinosa, el acoso a los legítimos representantes de la soberanía popular. El único antecedente análogo a los episodios que hemos vivido en las tomas de posesión de las corporaciones elegidas por el pueblo fue aquel ominoso destrozo de urnas perpetrado por Herri Batasuna en 1983 para evitar precisamente que se pudiera eligir alcalde en algunos municipios vascos.

En realidad, y contra lo que se está manteniendo al respecto, en este tipo de movimientos de deslegitimación democrática no hay nada nuevo. Las épocas de crisis siempre han sido un magnífico caldo de cultivo para que medren las tentaciones totalitarias, aunque los disfraces con los que se presenten se adapten al signo de los tiempos. El sistema, es decir, lo real, se convierte en el enemigo de los que sueñan con un absoluto virtual en el que la realidad aparece despojada de sus perfiles problemáticos. Es entonces el tiempo de los charlatanes, de los que ofrecen soluciones rápidas y pensamiento simple. En los Estados Unidos se ha fortalecido el Tea Party; en Europa se extiende, a la sombra de la crisis, la hiedra de una ultraderecha que ya en España está comenzando a mostrar sus patitas, mientras que en las calles y plazas de nuestras ciudades se enquista la buena fe antidemocrática de los indignados, haciéndole el juego a los que les esperan el descrédito generalizado en las instituciones democráticas para recoger sus ganancias de pescadores marrulleros.

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