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Tribuna Económica

Joaquín Aurioles

Montoro, el déficit y las autonomías

Joaquín Aurioles hace un repaso a la evolución del déficit desde que Montoro es ministro de Hacienda.

ATERRIZÓ en el Ministerio de Hacienda clamando por la herencia envenenada del Gobierno de Zapatero, que aseguraba dejar el déficit en aproximadamente un 6% del Producto Interior Bruto (PIB), pero que en realidad se había descontrolado hasta el 9,5% al finalizar 2011. Era la excusa perfecta para aplazar algunos compromisos electorales y acomodar la gestión pública a las prioridades políticas del momento, así que en lugar de bajar los impuestos, como se prometió, se subieron, pero se aplazaron los recortes hasta después de las elecciones andaluzas, alargando hasta el ridículo la presentación de los nuevos presupuestos para 2012. También se volvía a conectar, por primera vez desde su anterior etapa ministerial con Aznar, el ventilador de los culpables, que en esta ocasión responsabilizó de la delicada situación al nefasto legado socialista y al egoísmo de las autonomías, a las que culpó directamente del deterioro de la reputación internacional del país, cuya principal consecuencia era la abultada prima de riesgo, a pesar de que los datos indicaban lo contrario. El saldo fiscal de la Administración central pasó del superávit en 2007 a situarse por encima del 9% del PIB en 2009, mientras que el de las autonomías aumentaba desde el equilibrio hasta el 2% en el mismo periodo.

En cualquier caso, las arengas contra la perversidad del déficit público no sólo justificaban la subida de impuestos, sino también la amnistía fiscal por sus efectos recaudatorios y hasta el rescate de Bankia, aunque en una operación tan desafortunada que forzó la inmediata intervención europea. Posteriormente vendría el asalto a la seguridad social y un artificio de reforma fiscal que no ha servido ni para luchar contra el fraude, ni para un reparto más justo de la carga fiscal, ni para corregir el déficit o los problemas financieros de las autonomías. Tampoco se acometió la reforma del nefasto y caduco sistema de financiación autonómica de 2009, cuyo vencimiento era de cinco años. En su lugar, se inventó el FLA (Fondo de Liquidez Autonómico), un perverso instrumento concebido para mantener en cintura a las autonomías.

Con todo ello comenzaba a forjarse la imagen de una excesiva condescendencia con los problemas de los más ricos y poderosos y de una notable indiferencia con las dificultades de los menos afortunados. Más desigualdad y pobreza, pero también más crecimiento y empleo, significa que los beneficios de la recuperación estaban recayendo en los más pudientes. Para el resto, paciencia y confianza en que los beneficios alcanzarán a todos, aunque el vértigo electoral durante 2015 aconsejaba rebajar la tensión con algunas concesiones a la galería. El resultado no ha podido ser más negativo. Sólo un 29% de apoyo en votos y echando por tierra el objetivo de déficit y la credibilidad de la reforma fiscal. La reacción inicial del ministro ha sido culpar nuevamente a las autonomías del desastre, que esta vez parecen dispuestas a resistir el envite y a impedir que continúe el deterioro de los servicios públicos. Sobre todo porque desde el Banco de España y otras instituciones se apunta la posibilidad de empeoramiento del déficit en 2016.

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