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cuchillo sin filo

Francisco Correal

Muerte lenta de un torero

HACE 26 años que no muere un torero en una plaza de toros. Fue El Yiyo, testigo de paseíllo la tarde trágica de Paquirri en Pozoblanco, el último diestro muerto en el círculo de albero. Fue su patíbulo la plaza de toros de Colmenar Viejo la misma tarde de agosto que Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez presentaban en Ronda el libro de Ernest Hemingway Un verano sangriento. Ahora estamos asistiendo a la muerte lenta, parsimoniosa, de un torero en la lidia circense del morbo y la maledicencia.

Un todoterreno y una finca. El sueño clásico de todos los maletillas que soñaban en esos claros de luna con encontrar el medio más corto de matar el hambre y la mendicidad. Con eso soñaba Franco Cardeño cuando esperó a portagayola al toro Hocicón en la Maestranza y el morlaco le dejó la cara como el Guernica de Picasso. El coche de Ortega Cano no llegó a la finca de Castilblanco de los Arroyos en la que había celebrado su matrimonio con Rocío Jurado. En plena Expo 92, los amigos de la chipionera le organizaron una fiesta de cumpleaños en un chalé de Sanlúcar de Barrameda. El mismo día cantaba en la Cartuja la mexicana Paquita la del Barrio. Junto a la mesa de los periodistas había una mesa vacía con un cartel que en lugar de Reservado decía Luces de bohemia. Hacía referencia al grupo de sevillanas que actuaría a los postres del cumpleaños, pero el nombre artístico me remite a los esperpentos de Valle-Inclán, a la España más negra, vulgar y desvergonzada que cuenta o descuenta las horas de vida que le quedan a un torero en la plaza menos propicia de su trayectoria.

Es una paradoja que a quien llaman matador mientras el prohibicionismo no acabe con la fiesta sea fiscalizado como un asesino, escrutado en sus pulsaciones, su sangre, su orina, sus sístoles y diástoles. Hay una víctima que no se debate entre la vida y la muerte, porque para Carlos Parra no hay debate, sólo una vida segada en una curva maldita. En los accidentes de tráfico los muertos y heridos tienen siempre iniciales. Pero esta vez, cuando las Ramblas celebraban el triunfo del Barça en Wembley, detrás de las iniciales había un famoso zarandeado en los medios. Cuando Dick y Perry entraron en la casa de los Clutter y perpetraron la masacre que estremeció a América, se encontraron con Truman Capote y su testamento literario de A sangre fría. En este caso, Ortega Cano tiene como anticipo de su epitafio moral a una turba de lenguaraces que siguen minuto a minuto los partes médicos y los contrapartes jurídicos. Cuando Valle-Inclán le afeó a Belmonte que no hubiera alcanzado la belleza plástica de morir en la plaza como Joselito, el Pasmo de Triana le espetó: "Se hará lo que se pueda, don Ramón". Y se hizo.

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