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Desde el fénix

José Ramón Del Río

Nadal

DURANTE muchos años, el tenis fue el deporte al que más jugué. Incluso más que al fútbol, que era el único deporte que los niños de los años 40 y 50 del pasado siglo podíamos practicar. Porque entonces no había gimnasio en los colegios, y menos aún piscinas, y sólo algunos privilegiados tenían bicicletas. Y jugaba al tenis porque tuve la suerte de nacer en una familia de tenistas y por ello casi me crié en las instalaciones del Tenis Club de Cádiz, de la calle Sacramento, vecino del vivero del Parque Genovés, luego Colegio Mayor, y del hospital militar y, muy niños, jugábamos con paletas de madera, desollándonos las piernas cuando nos caíamos en las pistas que entonces eran de cemento, vigilados por Pepe Diana.

Mi madre, cuando ya tenía cinco hijos en el mundo, ganó un verano en San Fernando el campeonato de Andalucía de simples, dobles y mixtos, pero la gran tenista de la familia fue su hermana María África, campeona de Buenos Aires y campeona de España, formando pareja con la mítica Lili Álvarez y a la que la explosión de Cádiz de 1947 truncó su carrera, al cortarle el tendón de su brazo derecho. Cuando el tenis era un deporte muy minoritario, en 1964, Santana ganó Wimblendon y el tenis en popularidad, porque la final fue televisada en directo y aún recuerdo el mohín que hizo, mezcla de concentración y malicia, cuando su oponente falló el primer servicio, tan decisivo en hierba, teniéndolo con bola de partido.

Ahora, Rafa Nadal, con su triunfo en el Open USA, me ha devuelto la afición al tenis que creía perdida. No porque este triunfo sea su primero importante, ya que con él son nueve los "grandes" ganados y 18 masters. Ha pasado recientemente por dificultades, pero las ha superado, ganando este año Wimblendon, Roland Garros y el Open USA, y el pasado, el Open de Australia, siendo a sus 24 años el tenista más joven que conquista el Golden Star y lo ha hecho jugando en hierba, tierra batida o cemento.

Pero creo que la mayor grandeza de Rafa no está en la potencia de su saque o en la fortaleza y colocación de sus golpes de derecha o de revés, o en la picardía y anticipación de sus dejadas. Lo mejor de él, no es, con ser muy grande, su fortaleza física y su maestría en el deporte que practica. Lo mejor es, de largo, su humildad y su sentido común que ha demostrado, una vez más, con sus declaraciones después del triunfo, restándole importancia. Ya tiene el Premio Príncipe de Asturias y quizás el Rey le conceda un titulo nobiliario, pero el que yo le daría es el de "espejo de los jóvenes", como en una letanía laica, porque nuestra juventud no va a encontrar un ejemplo mejor en el que reflejarse.

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