NADIE hablará de nosotros cuando hayamos muerto. Nadie hablará de nosotros. Ni de ellos. Por eso me encendió tanto que la muerte del magistrado García-Calvo llegase a todas las portadas, se asomara a todos los medios, fuese noticia del día. Cuestión de poder. Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto. Ni de mí ni de ti.

Pero cuánto hablaron de este magistrado al que la muerte sorprendió en su casa, un su urba, con su piscina y su parking privado, en la zona residencial de Villaviciosa de Odón. Cuánto poder debía acumular en su mano. Y uno se pregunta si tanta capacidad de decisión puede ser buena. Y para qué sirven el estado de derecho, la democracia, los partidos, los unidos, las ONG, los colegios profesionales, las universidades, los Premios Nobel, los medios de comunicación, las columnas de opinión, el amor de las madres, si al final resulta que depende de una persona, de una sola persona, atascar o desatascar el Estatuto de Cataluña, impulsar o frenar la ley de los matrimonios homosexuales.

Y si te descuidas, hasta dar luz verde a una asignatura que se atranca entre algunos o parar para siempre un proceso de paz. Menuda responsabilidad.

Nadie pondrá nombre a las víctimas de China y Birmania, todavía calientes y vivas en nuestra retina. Por no poner, ni siquiera tienen número. Que hoy son 75.000, mañana rondarán los cien mil, y muchos más. Pero la semana que viene o la otra ya no existirán. Pobres inocentes de estas catástrofes que abocan al anonimato y al olvido.

Mientras tanto, los García-Calvo de turno seguirán moviendo hilos en la sombra mientras estén, y yendo directamente a las portadas cuando dejen de estar.

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