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LA red de narcotraficantes que acaba de desarticular la Guardia Civil en Sanlúcar de Barrameda tenía como jefe a un veinteañero. No me extraña. Numerosos niños sanluqueños alimentan desde chicos el sueño de una vida regalada, con poco esfuerzo y cierto riesgo. Es la vida que ven en sus vecinos o familiares, la que lanzan bravuconamente a la cara a los profesores que tratan de disciplinarlos con más fe y moral que suerte. Los consideran -a sus profesores- unos funcionarios desgraciados y mal retribuidos, lo contrario de un ejemplo a emular.

Este capo de Sanlúcar, como digo, tiene menos de treinta años y, según la Guardia Civil, no dirigía la organización desde la sombra, ni mucho menos, ya que pilotaba él mismo las embarcaciones, dotadas de tres o cuatro motores fueraborda, con las que se introducían las partidas de tres toneladas de hachís por cada operación. De hecho, los once detenidos son menores de 42 años, lo que revela que el tráfico de drogas se ha constituido en los últimos en un poderoso yacimiento de empleo en una población de mucho paro y economía deprimida, o sumergida. Nativos y visitantes se ríen a mandíbula batiente cuando conocen el anuario de La Caixa, que sistemáticamente coloca a Sanlúcar como el municipio español más pobre. Año tras año se perpetúa el equívoco estadístico.

En los registros domiciliarios se han decomisado coches de alta gama, embarcaciones de lujo, motos acuáticas, televisores de plasma, joyas y algunas armas. Realmente, el primer indicio de delito de narcotráfico en pueblos pequeños y medianos se puede detectar con facilidad. Basta una vigilancia somera, incluso una observación no profesional, de los vehículos que manejan algunos individuos sin oficio conocido, los chalés en los que viven o el dinero que gastan para levantar la sospecha.

Claro que una cosa es sospechar y otra probar. Estos traficantes del medio rural no suelen dejar rastro en el sector bancario y en los registros de la propiedad, disfrutan de una cierta impunidad social en determinados sectores que llegan a justificarlos con la consabida apelación a la crisis y la falta de trabajo y disponen de una capacidad de soborno considerable, la que proporciona la droga -dura de verdad- del dinero abundante ganado sin doblarla. ¿Cuántas peonadas en la construcción se necesitan para meterse en el bolsillo lo que se mete uno en una sola noche de alijo?

El poder contaminante y corruptor del dinero de la droga alcanza a algunos policías y guardias civiles, que pueden duplicar o triplicar sus bajos salarios oficiales con tan sólo hacer la vista gorda durante una guardia al relente. En fin, es mucho más fácil saber con seguridad quién trafica que ponerlo a buen recaudo.

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