LA noticia de que el arzobispo de Sevilla, Juan José Asenjo, ha firmado un decreto para que las mujeres puedan salir de nazarenas en sus cofradías es completamente equívoca. Da la falsa impresión de que ha venido a resolver un grave problema de discriminación por motivo de género y que se trata de una medida poco menos que subversiva.

No hay tal. Aunque la tradición católica -propia de una sociedad patriarcal construida durante siglos- reservaba a los hombres los papeles preponderantes en la vida de las hermandades y recluía a las mujeres en la trastienda de las labores discretas y no visibles, en 1985 la hermandad de Los Javieres incorporó a cinco mujeres a su estación de penitencia "a modo de prueba". La "prueba" resultó un éxito, como era previsible, entre otras cosas porque permitió salvar la caída de penitentes derivada de los cambios sociales de la época. Pronto se sumaron otras hasta quedar tres únicas cofradías como reducto de un singular machismo morado: El Silencio, la Quinta Angustia y el Santo Entierro, de mucha raigambre y poco propensas a adaptaciones a la modernidad.

Lo que acaba de hacer monseñor Asenjo ha sido liquidar esta terquedad residual mediante un decretazo que consagra la plena igualdad de derechos entre todos los miembros de las cofradías sin que se admita la discriminación en razón de su sexo. Lo novedoso es que el decreto se impone a las reglas internas que han impedido hasta ahora esta práctica igualitaria, de modo que en cuanto haya una hermana que decida desfilar de nazarena en la procesión de sus amores o devociones no habrán hermanos mayores, juntas de gobierno ni cabildos generales que valgan para frustrar su deseo. Se acabó el veto inexplicable gracias a un arzobispo que no necesita dar ninguna explicación para adoptar esta medida. Pero, ya digo, sólo ha sido el golpe de gracia a unos cuantos irreductibles.

Que no se tome como intromisión en la vida de la Iglesia católica de un elemento externo, pero yo pienso, con toda humildad, que la equiparación de mujer y hombre en su seno ya está tardando mucho. No hay ninguna razón de peso, salvo la lentitud de esta institución, para impedir, por ejemplo, que las mujeres católicas lleguen al sacerdocio y al episcopado. Claro que Jesucristo se rodeó de apóstoles, pero ¿acaso en aquel tiempo hubiera sido normal buscar también apóstolas? Hoy, sin embargo, sería lo más normal del mundo. Lo mismo que la eliminación del celibato, una institución que se impuso tardíamente en la comunidad cristiana, aunque ahora se defienda como intocable. No lo es, según defendía Ratzinger cuando no era Papa, sino joven teólogo alemán. La Iglesia va despacito.

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