La tribuna

Emilio Gónzalez Ferrin

Objetivos

DICEN los cubanos que los nombres tienen un alma gastable. Por lo mismo, si te puso tu padre -pongamos por caso- Playa Girón, pues tienes el alma intacta, joven y llena de vida, lo que no ocurre si te ponen -de nuevo, por caso- Manuel; como tu padre, abuelo, y demás agnáticos precedentes. Ellos ya fueron gastando el nombre y lo que te queda son los rescoldos de la fonética. En la misma línea, cuando una palabra significa demasiadas cosas, es porque le está quitando vida a las otras, a la vez que empobreciendo un idioma. Es evidente que si el árabe conoce muchas más formas de llamar al camello o el esquimal a la nieve, eso redunda en beneficio de la riqueza léxica de sus respectivas patrias lingüísticas -las patrias más creíbles, por otra parte.

Lo interesante es que los hablantes están orgullosos de las palabras únicas, engordadas a costa de las demás, así como de los michelines léxicos expresados en insulsa verborrea. Como nos gusta oirnos, pues que nuestra lengua sea lo suficientemente ambigua como para necesitar tres líneas a la hora de traducir una. Es como si nos pagaran por palabras, como con los telegramas. Y pienso en esas lenguas telegramáticas cuando leo en los aviones el modo más corto de expresar los anuncios en otros idiomas, o al encontrar en los paquetes de tabaco de cartón duro la expresión en inglés Flip-top box. Desde luego, incluir en el paquete la noticia Cajetilla con tapadera que se abre abatiendo hacia atrás requeriría una nota del tamaño de los anexos esos que vienen en las etiquetas de las camisas.

A lo largo de la historia, las palabras imperialistas han utilizado siempre -como arma de destrucción masiva- la polisemia. Con ella, vaciaban a sus vecinas para engordar ambigüedades propias. Creo que se inventó el racionalismo para expropiar bienes raíces a palabras tales. La desamortización de la palabra Dios, por ejemplo, liberó fértiles campos de muy alimenticia producción intelectual. Esa inmensa manía de que Dios era uno y todo, sin duda iba a acabar estallando de glotonería léxica. Aún hoy día, hay religiones que no confían en traducir a sus respectivos mega-palabros, argumentando que las lenguas ajenas no abarcarían su inmensidad semántica. Huyen de esa cosa tan práctica -y tan criticada por arzobispos, ulemas y rabinos- como el Dios pequeño de bolsillo, el Dios a la medida. Les parece que si las palabras no tienen el tamaño ese que consigue hacer retumbar las vidrieras, pues que son palabras vacías. Como el nombre inventado, creado de la nada, para un niño; desprovisto de tradición. Pero con toda la historia por delante.

Recordaba estas bromas sobre las palabras y el colesterol en los homenajes al director de cine egipcio Yusuf Gabriel Chahine (1926-2008), fallecido hace unos meses entre París y El Cairo. En las reseñas de su vida y obra redactadas en árabe destacan tres términos traducibles por uno. El mismo lío del uno y trino sobre el que el propio Chahine habrá ironizado mil y una veces desde su cuna cristiana en el entorno unicista anti-trinitario de Egipto. Las tres palabras árabes traducibles por una española definían el sentido histórico de su paso por el mundo: fue un tipo siempre objetivo -maudui- en su trabajo público, fue objetivo -hadaf- de la intransigencia fundamentalista, y supo trasladar mejor que nadie la vida egipcia a través del objetivo -adsa- de su cámara.

El -de este modo- tres veces objetivo Yusuf Chahine había nacido en una Alejandría mucho más cosmopolita que la actual. Aún no se llamaba -estaría a punto- Saad Zaglul la plaza en la que todo el mundo se codeaba, entre el hotel Cecil o el Metropol y el restaurante Anthineos. Sin Kavafis, Forster o Durrell, la Alejandría de Chahine ya iba engordando en identidad única, como aquellas palabras obesas, y él decidió abrirse camino de actor estudiando en Pasadena, California. Medio tartaja y feo, Chahine decidió -lo escribiría después mil veces- que trabajaría en el cine por medio de otros, y se puso detrás de las cámaras para descubrir el mundo que conocía al mundo que se abría ante él. En los cincuenta, fue el primero en grabar a su compatriota Omar Sharif en su película Lucha en el Valle.

Quedan ya para siempre sus trilogías, que son la definición de Egipto como lo son de Europa la del polaco Kieslowski; la muy personal sobre Alejandría y la universalizadora de lo árabe que incluye la película del 87 El destino, sobre el pensador cordobés Averroes y la oportunidad que tras él perdió el pensamiento islámico. Esa película lo situó en el punto de mira de los fundamentalistas musulmanes, y sus declaraciones en la de los fundamentalistas americanos, pues no comprendía cómo el mundo se pliega a sólo un tipo de cine oficial y anestésico de la realidad internacional. Su última película, Esto es un caos, describe la vida dura cairota en Shubra -Coslada exagerado- en que un jefe de Policía se convertía en faraón de barrio con la complacencia piramidal de todos los poderes.

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