La ciudad y los días

Carlos Colón

Octubre

TRIDUO en Las Teresas, en tardes de anocheceres tempranos en las que el barrio de Santa Cruz parece recuperar su vida discreta, modesta y sencilla que quienes vivimos allí desde antiguo conocimos antes de que Dolorcitas la de la lechería, Paco el del ultramarinos, Pepe el frutero o Flores el guardacoches nos abandonaran, y con ellos los vecinos de toda la vida a los que la pelona o la necesidad fueron llevándose del barrio; antes de que por Ángeles, por Abades, por Sanz y Forest dejaran de sonar las voces, las risas, las carreras de los niños que iban -carteras de cuero a la espalda, zapatos Gorila, cromos en los bolsillos- a la Escuela Francesa para formar en el patio de columnas, subir marcialmente por la gran escalera de casa noble, llegar a la clase de azulejos antiguos y quedarse de pie ante el pupitre hasta que don Pedro Mesa, todas las tardes en exposición lectora de periódicos tras los ventanales del Ateneo, ordenara "¡Asseyez-vous!"; antes de que dejara de ser aquel bello decorado regionalista vivificado por vecinos que no eran figurantes, por comercios que no eran sólo bares o tiendas de camisetas, por abuelas que iban por el callejón de la Escuela de Cristo a rezar el rosario antes de que el padre López de Lemus dijera la misa de ocho, por niños que jugaban al fútbol en el Patio de Banderas y a piola, a las canicas o al escondite en las plazas de la Alianza y Doña Elvira, hasta que las madres los llamaban a voces desde las ventanas de las casas en las que la cena estaba dispuesta ante el televisor que poco a poco iba presidiendo las salitas; casas en las que vivían familias de toda clase y condición, que paradójicamente aquella Sevilla socialmente más clasista era más interclasista en lo que a la convivencia del vecindario se refiere.

Brilla más el alto azulejo de la Amargura de la antigua casa de los Bermudo, frontera entre la Alianza y Doña Elvira, presintiendo los gozos de noviembre en San Juan de la Palma. Ha cerrado Pedro Ybarra la ventana de la cúpula por la que espero que algún día se vaya en paz y en silencio mi alma al cielo, y ya el viento no hace danzar la cortina sobre el tetragrammaton del nombre de Dios como si fuera la túnica del Rey David bailando ante el Arca de la Alianza. Se ocupa de esquinas y conventos de Sevilla el fantasma de don Santiago Montoto en el despacho bajo de su casa de Mateos Gago. Charlan otra vez Ferrrand y Hermosilla de su hermandad en la esquina de Guzmán el Bueno. Andan al revés las manecillas del reloj de la Giralda, y el tiempo parece retroceder en vez de avanzar. Llega octubre a mi barrio de Santa Cruz.

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