Que un torero sexagenario y con un puñado de calvarios sufrido decida volver a vestirse de luces deja en muy mal lugar al toreo. Desde que existe esta forma de producir arte, un torero era una especie de superhombre capaz de hacer lo que la inmensa mayoría de congéneres no podía. Un torero era una figura icónica y la meta adonde quería llegar cualquier muchacho que intentaba huir del hambre. Y ser torero importante, eso que ahora llaman figura del toreo, era cosa sólo para elegidos, para una inmensa minoría. Enfrentarse a un toro y matarlo por arriba era una empresa tan complicada que muchos eran los llamados y pocos los elegidos. Por eso veo que la irrupción de José Ortega Cano, aunque sea por un solo día en sustitución de Morante, le hace un flaco favor a la Fiesta, sobre todo porque cualquiera puede pensar que a un toro puede matarlo cualquiera.
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