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PEPE Monleón fue homenajeado en los Cursos de Verano de la Complutense. La excusa, sus cincuenta años al frente de la revista Primer acto. Pero cualquier otro pretexto hubiese sido bueno para escucharle y aplaudirle. En sus palabras de agradecimiento, sin mirar un papel durante casi una hora, Monleón esbozó a grandes rasgos algunos de los mojones de su biografía.

Me quedo con el principio. Con el principio del principio. Cuando un niño de la localidad de Tavernes de Valldigna, cuyos familiares querían que fuese abogado, y abogado de prestigio, llevó a cabo su primer acto de rebeldía. Y sentado en la mesa de una heladería, tomó una de esas pajitas con las que se sorbía la horchata de chufa, se encaramó a lo alto de la silla, y comenzó a simular que era director de la banda de música de su pueblo. La pajita convertida en batuta era toda una metáfora de lo que vendría después.

José Monleón, Pepe Monleón, explicó muy bien cómo, cuando escribimos el prólogo de una buena obra, en lo que estamos pensando realmente es en el tercer acto, en el desenlace, en el final de la historia. Cuando vemos la luz, cuando tenemos clara una vocación, nos asimos al prólogo como mero trámite. Pero todo apunta al tercer acto. A lo que realmente queremos contar. A lo que realmente queremos vivir. El niño que emulaba al director de la banda con su pajita en una heladería de Tavernes iniciaba, sin saberlo, un largo viaje hacia un tercer acto, hacia una vida realizada, hacia una vida con sentido que ya abarca ocho décadas.

Unos cuentan sílabas. Otros son poetas de verdad. Dijo una actriz en Mérida que lo mejor de representar Las troyanas era la posibilidad de comer el jamón ibérico de la tierra. O eso es lo que transcribió el periodista. Es evidente que en estos tiempos que corren hacen faltan Monleones.

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