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La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Pederastia y determinismo

LAS circunstancias en las que se ha producido la desaparición y el asesinato de Mari Luz Cortés han despertado la justa indignación de la ciudadanía, aunque la expresión de ésta nos haya proporcionado algunas escenas que hubiéramos preferido no tener que contemplar. Hay en este suceso una serie de elementos que nos permitirían identificar ciertos males estructurales que aquejan a la sociedad andaluza, y que no pueden ya continuar ocultándose. Esa cadena de errores, incompetencias e irresponsabilidades, por ejemplo, que ha hecho posible que se produzca una tragedia como ésta, no se inscribe únicamente en el ámbito administrativo de la Justicia, sino que se extiende, si bien con consecuencias menos luctuosas, por todos los estratos de una sociedad que ha convertido la cultura del hedonismo en una de sus señas de identidad, y que percibe cada vez más con mayor incomodidad y desagrado la exigencia de una ética del trabajo, un cierto sentido del compromiso social y la asunción de las propias responsabilidades.

Me gustaría ocuparme, sin embargo, de ciertos aspectos filosóficos que pueden derivarse de un caso como éste, ya que aunque la indignación puede ser justificable en ciertas circunstancias, no resulta demasiado inteligente permitir que se convierta en consejera de nuestras decisiones. Cada vez que se produce un caso de pederastia o de agresiones sexuales aparecen voces que no sólo defienden un incremento de las penas para este tipo de delitos, lo que resulta perfectamente comprensible, sino que apuntan a otro tipo de medidas de carácter mucho más drástico y contundente.

Es significativo en este sentido el papel que juega la figura del "experto", que en virtud de datos meramente estadísticos, deduce axiomáticamente patrones ineluctables de conducta. Los colectivos feministas más recalcitrantes, por su parte, y los políticos oportunistas aprovechan para, tomando la parte por el todo, exigir la adopción de medidas extremas que convertirían a pederastas y agresores sexuales en reos prácticamente de por vida.

En este punto, la sociedad debe elegir, y debe ser consciente de las consecuencias que, social y políticamente, pueden derivarse de esa elección. O bien decidimos (y el hecho de que empleamos este verbo debe darnos qué pensar) que el ser humano se encuentra determinado genéticamente y que, por tanto, su conducta se va ajustar a pautas perfectamente predecibles; o asumimos que, a pesar de los condicionantes genéticos, queda siempre espacio para la imprevisibilidad y para la sorpresa, es decir, para libertad. Si nos decantamos, como indica el sentido común y la mera observación empírica, por esta segunda opción, habremos de rechazar, en consecuencia, todo tipo de medidas que no contemplen la posibilidad de regeneración de los sujetos que hayan cometido, alguna vez, delitos sexuales.

Simplemente con que un individuo no hubiera vuelto a delinquir cabría la posibilidad lógica, imposible de refutar científicamente, de que cualquiera de ellos pudiera, igualmente, no volver a hacerlo. Medidas como la castración química nos ponen al nivel moral de sociedades en las que se amputan los miembros a quien haya cometido según qué clase de delitos, por más que nosotros lo fundamentemos en principios pretendidamente científicos y ellos lo hagan en preceptos religiosos.

El determinismo genético no es más que una ideología pseudocientífica que, como el racismo en la Europa de los años treinta, puede conducir a sociedades peligrosamente totalitarias. Por nuestra parte, creemos que la libertad humana no es un simple postulado de la razón, como afirmara el idealismo clásico, sino la consecuencia natural de las necesidades de adaptación a un medio físico que se encuentra en constante mutación. Si el hombre no fuera libre, la especie humana hace milenios que se hubiera extinguido. Por eso precisamente, el horror y la repugnancia que nos produce este tipo de delitos (¿se podría exigir responsabilidades a estos sujetos si no creyéramos que son responsables de sus actos?) no puede cegarnos a la hora de establecer medidas que podrían, por extensión, afectar a las libertades de todos nosotros.

Si la ciencia estricta ha terminado asumiendo un principio de indeterminación e imprevisibilidad en las leyes de la materia, las "ciencias" humanas, tan determinadas ellas mismas por principios ideológicos, no pueden intentar convencernos de que no lo hay en una materia que, como el ser humano, posee un carácter mucho más dúctil y maleable.

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