Ventana de la memoria

Juan Alberto Fernández Bañuls

Persia en San Lorenzo

EL frío de la mañana dejaba entrever un sol de pálidos reflejos amarillos sobre la piedra grisácea de la torre que tantas veces dejó oír el seco tañido de las dos campanadas que precedían a su reencuentro con las gentes en la alta madrugada. Las hojas que temblaban y caían sobre las baldosas de la plaza recogían el marchito destello de la vida que, irremediablemente, se extinguía a la espera del nuevo ciclo florecido. El reloj de la torre dio diez campanadas. Los pájaros emprendieron un vuelo fugaz y silencioso y todo se quedó mudo y sombrío, meditando. El tiempo se quedó recostado para siempre en la esquina más lejana de la plaza y tuvo que hacer un esfuerzo más allá de sus fuerzas maniatadas para emprender su curso inevitable.

Esta luz desmembrada del invierno me trajo a la memoria aquella otra más hiriente, tensa, deslumbrante, de los mediodía de Martes Santo, cuando acompañaba a mi padre a cumplir el rito, tantas veces repetido y siempre irrepetible, de visitar al Señor y besarle su mano descarnada. Nunca olvidaré, mientras tenga vivo el soplo consolador de la memoria, los ojos de mi padre bañados por el agua incesante de la fe del Nazareno, su mirada atrapada en su mirada, su sonrisa levantada por el gozo de un presentimiento confirmado.

La luz, la plaza, los árboles, las gentes. El silencio de una devoción que no se tuerce, a pesar de las esquinas de la vida. O tal vez a causa de las esquinas de la vida. No es posible meterse bajo la piel de las personas y hurgar en los recovecos inaccesibles de sus almas para alcanzar a comprender cuánta vida agujereada, cuánto dolor sin consuelo, cuánta soledad desposeída, se ocultan tras el velo misericordioso de las lágrimas. Exactamente igual que no es posible ver la humanidad herida que se oculta tras el antifaz pudoroso del nazareno. Acaso, sólo por medio de una a manera de autopsia del espíritu alcanzaríamos, si no a comprender, sí, al menos, a describir los amargos momentos de la vida de los hombres.

Bajo su túnica, a la que llaman la persa, se vienen depositando, año tras año, las ofrendas ensimismadas de tantos hombres y mujeres que van a San Lorenzo expresamente a visitarlo y a ocultar en los pliegues del terciopelo lo que llevan oculto en las entretelas del corazón. Porque bajo esa túnica está, en carne viva, el cuerpo casi desplomado, pero firme desde hace cerca de cuatrocientos años, del que sabemos que puede hasta con las escorias podridas de cuantos usan su santo nombre en vano, del que puede hasta con la miseria sin amor de los que se apropian sin merecerlo de su nombre y su misterio, del que puede con todos nosotros, hijos de su estirpe y herederos, así lo espero, así esperamos, cuando llegue el día de la cita irremediable con el Gran Poder de Dios.

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