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León Lasa

Pirámides, botijos y criaturitas

Últimamente las pirámides están de moda. O eso parece. Y no me refiero a un súbito interés por las colosales pirámides egipcias o por las mesoamericanas, sino por las noticias que, apelando a ese poliedro de caras en forma de triángulo, han aparecido en la prensa en semanas recientes. La más conocida, la pergeñada por el multimillonario norteamericano Bernard Madoff, un Fagín de los ricos. Quien más quien menos ya sabe cómo funciona este tipo de juegos que pueden dejar a más de uno sin blanca. Se captan inversores a los que se promete intereses superiores a los que da el mercado y que van siendo pagados, a su vez, por nuevos ahorradores que entran en el reclamo. El mecanismo es casi perfecto y funciona sin problemas. Las dificultades comienzan a llegar cuando no se encuentran apostantes frescos que sigan en la timba. Dicen que el origen de este tipo de majadería o estafa (o ambas cosas) está en un emigrante italiano apellidado Ponzi, que inventó algo similar en Estados Unidos a principios del siglo XX, utilizando sellos de correos. Hasta ahí la cosa. Sin embargo, son cada vez más quienes, tal y como se recordaba no hace muchas semanas en estas mismas páginas, comparan el sistema de pensiones concebido con los parámetros actuales, como un método de fraude piramidal entre generaciones. En ese mismo artículo se defendía la solidez -Dios le oiga- de nuestro entramado invocando un aumento de la productividad por trabajador, un escenario de mayor población activa, etcétera, etcétera. Argumentos todos muy "deconomists". Pero que, por esta vez, no comparto.

En cuestiones de población hemos pasado de otra pirámide, la de cohortes anchas en la base estrechándose a medida que se subía en altura y edad, a la figura más castiza del botijo, que, para quienes no sepan qué era, consistía en una pieza de barro cocido en forma de, digamos, pera invertida. Los niños y los jóvenes son menos numerosos que los puretas y los viejos. Lo que significa que, probablemente, el número o ratio de activos por pensionista tenderá a disminuir de manera significativa. Si durante el baby boom europeo de los sesenta esa ratio podía llegar a ser de 4 a 1, en España, en la actualidad -con un repunte ligero en estos años de bonanza- es de alrededor de 2,6 a 1. Se calcula que hacia 2030 se estará cerca de un cotizante y medio por pensionista. Y, según la Comisión Europea, nuestro país tendrá que dedicar hacia el año 2050 el doble (17,3%) del porcentaje del PIB que ahora dedica al gasto de las pensiones. Caigo súbitamente en la cuenta de que para esas fechas la mayoría de mis amigos -y uno mismo- estaremos calvos; pero no deja de preocuparme olfatear cómo pueda ser el horizonte de mi jubilación.

Y, abundando en todo esto, una cuestión. Estamos en un sistema de reparto puro: los cotizantes actuales sostienen a los pensionistas de ahora y, esperemos, las generaciones venideras nos sostendrán a nosotros. Si eso es así y se hace tanto hincapié en el problema demográfico, ¿no deberían aquellos que han soportado el oneroso coste de educar unos hijos que serán los futuros cotizantes ser discriminados positivamente respecto a quienes han elegido otra opción? Siquiera sea por el coste de oportunidad. Imaginemos dos parejas idénticas en salario y patrimonio: una tiene dos hijos y los gastos derivados de ello; la otra ninguno y dedica el ahorro que ello conlleva a un plan de pensiones privado que complementará la pensión pública. En el futuro, esos dos hijos cotizarán por igual para los cuatro. ¿No estamos ante un caso de falta de equidad? ¿No se debería arbitrar algún estímulo que mejorara la pensión base en función del número de hijos que se ha tenido y mantenido?

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