EL soberano poder de la Semana Santa está en los sagrarios donde late el corazón de Dios vivo, en la misa semanal que hace hermandad verdadera y en las sagradas imágenes. El poder soberano de la Semana Santa, pasando de Dios a la ciudad y de los templos a la calle, está en los ojos de los niños. No digo en sus corazones, porque los ojos de un niño son su corazón volcado sin maldad sobre un mundo que descubre con asombro. No hay pena más honda, alegría más alta y asombro más luminoso que el de un niño que explora la realidad visible e invisible con esos prodigiosos órganos dobles que son sus ojos-corazón.
Hay quien considera idealización engañosa la búsqueda de felicidades guardadas en el tiempo; será que, por tenerla mala, no tuvo infancia. Quien sí la tuvo sabe cuanta luz hay en ella. Quien no la olvida está a salvo de la aridez emocional que hace aburridos y mezquinos a tantos adultos que ven sin mirar, oyen sin escuchar y viven sin sentir el vértigo de vivir. Quien tiene hijos conoce el milagro de recuperar esa visión cordial.
Debo a los míos haber empezado a recuperar una tarde de Lunes Santo ese poder soberano de la Semana Santa que está en los ojos-corazón de los niños que se despiertan el Domingo de Ramos como si fuera el primer día de la creación, se duermen el Sábado Santo como si fuera el último, y entre uno y otro viven con limpia emoción una vida que cabe en una semana. Fue viendo al Soberano Poder bajar por Reyes Católicos -mar de gentes por el que navegaba el poderoso barco dejando una estela de capirotes blancos- con uno de mis hijos en brazos. Desde entonces, hasta la Madrugada en que fui a la Magdalena cogido de la mano de mi otro hijo -fijador, manoletinas, terciopelo- el primer año que acompañó como servidor a nuestra Virgen de la Presentación, aprendí a ver la Semana Santa con ojos-corazón de niño. Picasso lo dijo: cuesta una vida volver a pintar como un niño.
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