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Como ya conocerán, el Ayuntamiento de Madrid ha decidido establecer la dirección única en determinadas calles peatonales. Con la excusa de prevenir aglomeraciones, Carmena y los suyos prosiguen en sus probaturas sobre la capacidad de aguante de una sociedad que anhelan obediente y uniforme. La presencia coercitiva de la policía municipal añade al experimento un punto de gravedad: no hablamos de sugerir o de invitar, sino de imponer el criterio de la Gran Abuela, oráculo omnisciente que siempre sabe hacia dónde has de dirigir tus pasos.

La ocurrencia, en principio banal, es menos intrascendente de lo que parece. En el fondo, de nuevo revela el insufrible gusto de nuestra progresía empoderada por un moralismo y un paternalismo asfixiantes. Ya no les basta con gestionar los asuntos públicos. Con el bien común como coartada, ahora el objetivo se centra en reglamentar la mismísima vida privada de sus regidos. Desde los púlpitos consistoriales, aleccionan a la masa insensata sobre sus muchos descarríos, corrigen su seguro infantilismo, la protegen, con falso amor y férrea ortodoxia, del inmenso riesgo que implica el fiarse del propio criterio.

Tiene uno la impresión de que no dan puntada sin hilo: de lo que en realidad se trata es de transmutar a los ciudadanos en súbditos y, si les dejamos, hasta en rebaño. En el diccionario del pensamiento único estorba la palabra deambular: ese caminar sin rumbo, al susurro de la propia conciencia, avanzando, deteniéndose o retrocediendo según el sentir de cada cual, representa una herejía peligrosísima para la causa de la humanidad igualitaria y monolítica.

Es la libertad lo que les horroriza, el no poder inyectar la sustancia de su doctrina en las venas de todos y cada uno de los integrantes de ese colectivo monocorde, gris y unívoco al que aspiran. De ahí sus consignas: es la propaganda, y no la educación, la que nos formará; hay que abjurar de la búsqueda de la verdad, que no existe, y sustituirla por útiles posverdades; al disidente no se le castiga el cuerpo, se le fusila el alma; todo dogma, excepto el nuestro, es abominable; debatir es perder el tiempo, alcanza con prohibir; las aberraciones, si ayudan a nuestro propósito, serán tenidas por virtudes…

Para qué seguir. No hay sandez que les sea ajena, ni extravagancia que no impulsen. A mayor gloria de un universo que, sin kamikazes ni vagabundos, camine en el obligatorio sentido de su alienante utopía.

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