Pulgarcito

En la era de la globalización, los seres humanos no tenemos más referencias sólidas que el amor familiar

Si el crimen del niño Gabriel Cruz nos ha afectado tanto a todos, no ha sido por la participación de una inmigrante de raza negra. Ha sido porque la historia del pequeño nos ha hecho revivir el escalofrío que sentimos cuando oímos contar por primera vez la historia de Pulgarcito o la historia de Hansel y Gretel. El territorio simbólico era al mismo: un niño indefenso, la soledad de lo desconocido (en los cuentos era el bosque, aquí era la vasta soledad de los campos de Níjar), y por encima de todo, la amenaza de una bruja o de un ogro que se interponían en el camino de ese niño. Esos recuerdos, esos escalofríos, forman parte de nuestra memoria genética, y quien no quiera ver esto es que no tiene ni idea de la psique humana. En estas condiciones, que el presunto culpable fuera amarillo o azul no tenía ninguna importancia. Lo importante era que ese crimen había violado uno de los escasos espacios simbólicos que el ser humano considera sagrados: el amor familiar y los vínculos indestructibles que unen a unos padres con su hijo.

Y ahí es donde nuestra izquierda ha demostrado su desconexión de la realidad, al hacernos creer que la indignación de la gente se debía a la xenofobia porque la supuesta culpable era una inmigrante de otra raza. Pues no. La indignación de la gente se debía -se debe- a que ese crimen lo ha cometido alguien que ha traicionado la confianza que le habían dado y que se ha saltado las normas más elementales de convivencia en una comunidad. En la era de la globalización, cuando todas las realidades que creíamos intocables se vienen abajo, los seres humanos no tenemos más referencias sólidas que el amor familiar, el espacio seguro de un hogar y ese amor maravilloso que une a una abuela que se despide confiada de su nieto. Y si alguien destruye ese frágil equilibrio, si alguien traiciona la confianza que se había puesto en ella, es cuando se desata la ira de una comunidad que ve cómo una de las pocas realidades sagradas que tenía se viene también abajo.

Y eso es justamente lo que la izquierda no ha sabido ver. Y mientras siga despreciando las palabras que para el 90% de la población son sagradas -palabras como familia, padres, abuela, niño, amor, casa-, la izquierda estará perdida en un mundo cada vez más injusto y desigual, y dominado por los ogros que practican el canibalismo social. Es tan simple como eso.

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